En el final de la pandemia, esperaba cada tarde con ansiedad subirme al 30 de tablero amarillo, rumbo al centro de Asunción. No era porque estuviera ansioso por llegar a la Redacción, obviamente, sino porque retomar por una hora y poco más la lectura de lo que en aquellas tardes venía leyendo me era imperioso. Así mismo a la vuelta. En el smartphone tenía los dos tomos del filósofo alemán Wolfram Eilenberger (1972): Tiempo de magos. La gran década de la filosofía 1919-1929 y El fuego de la libertad: La salvación de la filosofía en tiempos de oscuridad 1933-1943. Era el Gran Fuego de mis tardes y mis noches en los viajes interurbanos, saliendo de una Luque y entrando a una Asunción (y viceversa) que se fueron transformando como paisaje frente a mis ojos, a lo largo de los años implacables.
El primer volumen historia esa década fértil para la filosofía (de raigambre idealista), que va del fin de la Primera Guerra Mundial a la Gran Depresión, en los prolegómenos del nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Ludwig Wittgenstein, Martin Heidegger, Walter Benjamin y Ernst Cassirer, protagonistas de Tiempo de magos, están traspasados en todo caso por el mejor (y el peor, depende de donde se lo mire) de los idealismos, el del lenguaje: el centro del libro de Eilenberger y de las vidas intelectuales de estos hombres (alguno de ellos homosexual reprimido).
Aquellos filósofos estaban interesados cabalmente por sus límites, más que por sus orígenes. Tanto Wittgenstein como Heidegger vieron a través de una ventana a los seres humanos, y Eilenberger elige tomar esta ventana como metáfora de aquellos filósofos: la habitación es nuestro cerebro y la ventana, una mediación ante la realidad: un lenguaje. Para el primero, tras ella hay un hombre en una tempestad; para el segundo, están todos los demás “indiferentes en el fondo”. Eilenberger recuerda que el iniciador de la tradición del pensamiento occidental moderno, basado en la reflexión matemático-lingüística, René Descartes, también veía el mundo a través de una ventana: en su caso, muy proféticamente, en 1641 ve transeúntes como máquinas.
Si en el primer volumen eran cuatro filósofos, en El fuego de la libertad son cuatro filósofas: Hanna Arendt, Aynd Rand, Simone Weil y Simone de Beauvoir, el cuadrivium femenino de las filosofías liberadoras, liberales o socialistas, como los otros eran idealistas. Y, como en el caso de las de sus contemporáneos varones, filosofías con sesgos de derecha e izquierda, violentos sesgos también polarizados: Si a aquellos marcó la guerra y la pobreza, a estas marcaron también la guerra, también la pobreza, pero no tanto el resentimiento como a aquella generación de alemanes varones.
Si el lenguaje era un asunto central para estos, para ellas lo eran asuntos a la vez metafísicos como decididamente políticos: libertad, identidad, individuo y sociedad, bajo el contexto de guerra y exilio. Es la filosofía (francesa, por fin, y estadounidense, además de alemana) de la libertad ejercida en tiempos sombríos, recios, monstruosos, una filosofía también del futuro. Eilenberger entiende (muy astuto, pero no por ello menos realista), que en los truculentos debates que estas mujeres habían impulsado, la cuestión de la libertad era lo central como central se está volviendo otra vez este tema hoy, a costa de los asedios autoritarios. Javier Milei sale de las costillas de Rand (la Casta como el Atlas), así como el feminismo cultural (“No se nace mujer: se llega a serlo”) sale de Beauvoir.
La derrota del fascismo pareció darles la razón a las ubicadas más a la izquierda entre las filósofas libertarias. Pero solo por un tiempo. El contrataque del resentimiento derrotado (el mismo que escoró hacia el nazismo a Heidegger) comenzó hace medio siglo, tiene mayoría de edad, está organizada globalmente y, por supuesto, viene por todo como sus antepasados.
Otra vez son el individuo, ciertas etnias, las mujeres y la justicia social encarnada en el Estado liberal de posguerra (más que en el comunismo de entreguerras, aunque lo nombren) los blancos de los ataques en tiempos de oscuridad.