Recuerdo que en la época del tirano, un sordomudo saludaba a todos los pasajeros que ingresaban a nuestra terminal aérea. Era una excelente metáfora de un país donde estaba prohibido escuchar y hablar de varias cuestiones. La sonrisa amplia y los gestos ampulosos reflejaban con claridad las características del régimen.
En esta semana y forzado por el cierre de los aeropuertos argentinos en huelga, tuve que ingresar a mi país desde Resistencia hasta donde nos dejó el vuelo de Aerolíneas Argentinas. Eran, finalmente, unos 300 kilómetros hasta Asunción y aunque fuera de noche y los relámpagos y lluvias dominaban el cielo, decidimos hacer la travesía. Sin ningún inconveniente por la provincia del Chaco y sus cuatro vuelos diarios y atravesando Formosa, la más pobre del vecino país. Sin embargo, el paso por su capital era igual que hacerlo por cualquier ciudad norteamericana. Mucha iluminación y excelente señalización, incluida Clorinda –la ciudad provincial que limita con nuestra capital–. Todo bien hasta que llegamos al paso fronterizo.
Oscuridad, abandono, suciedad, pestilencia y nula presencia de soberanía nos dieron la bienvenida a nuestro territorio. No son capaces nuestras autoridades de diseñar un lugar espacioso, iluminado por los recursos de la mayor hidroenergía per cápita a nivel mundial. Nada. Era un escenario igual al paso entre países centroafricanos. El somnoliento encargado de documentación comparte un mismo contenedor con sus pares argentinos que hicieron la tarea con diligencia y buenas maneras. El nuestro ni constató quiénes éramos y si había relación entre los documentos entregados y nosotros. En el área de seguridad, camiones y camioneros en largas filas esperaban quizás el tiempo autorizado para su paso hacia la Argentina.
Los desniveles de las rutas en construcción, los enripiados al costado, sin señales ni iluminación daban la bienvenida al país que hoy inaugura un puente a escasos kilómetros del ingreso aduanero al país. Se han gastado más de cinco mil millones de dólares en proyectos viales en los últimos años, pero no son capaces de gastar una mínima porción para tener un centro de bienvenida acorde con la imagen de un país desarrollado y ordenado. Tal vez no se quiera todo eso y muchos digan que “siempre fue así” al punto que nos acostumbramos a vivir en el chiquero.
El ingreso a Falcón es una pocilga indigna de un país que tenga gobernantes a quienes realmente les importa el país que administran.
El paso por los primeros kilómetros en nuestro territorio se debe hacer con los mayores cuidados. No se ve a nadie que –por lo menos como los gendarmes argentinos– te pregunten hacia dónde vas o qué necesitás. Se nota en la oscuridad distante unos focos prendidos del nuevo puente y los apurados arreglos previos a la inauguración. Pero seguimos transitando en la fragilidad y peligro del desplazamiento.
El viejo puente en la zona de Remanso da la bienvenida a un exclusivo barrio de ricos, donde las propiedades se evalúan por el millón de dólares. Para llegar al lugar tendrán ahora dos puentes. El antiguo tiene todo el asfalto levantado por el paso de los vehículos de gran porte que serán ahora prohibidos en el nuevo y evitar observar el pobrerío que se levanta en las riberas del río. Todas las muestras de la inequidad están exhibidas en el viaje de un territorio cuyos valores fueron por los cielos sin pagar los costos de la plusvalía que le da el nuevo puente.
En esos escasos 20 kilómetros de Falcón a Asunción, está todo el resumen del país. Indolencia, oscuridad y corrupción. Todo diseñado para vivir como siempre sin que a nadie se le ocurra acompañar la promoción de venta en España de una nación seria como lo que intenta nuestro gerente de la República. Su ministra de Obras se ufana de arreglar una rotonda y un ingreso a Concepción, pero no tiene tiempo ni ganas de resolver el chiquero de ingreso y salida del país con la Argentina.
A nadie parece importarle porque siempre fue así.