En setiembre del 2008, antes de que Obama asumiera, Joseph Stiglitz hizo una llamada a los demócratas para darles algunas sugerencias sobre cómo debían responder a la crisis financiera y política que se estaba desatando, precisamente en ese momento, en los Estados Unidos.
Estaban los intereses de los grandes bancos del mercado financiero, comprometidos en dicha debacle, que habían hecho fortunas con los derivativos, en modo títulos podridos, en serios problemas. El economista les dijo a los demócratas que debían ayudar a los menos poderosos, a la gente que en ese momento estaba con la heladera vacía (es mi aporte a lo Paraguay a la historia de USA) y supermorosa en el Informconf estadounidense, a punto de perder sus hogares, de los cuales las familias iban a ser desalojadas; por lo que sería una especie de mafia de los pagarés, empaquetados en nuevos títulos vendidos y revendidos, en los EEUU.
El Premio Nobel le advirtió al mismo Obama que si ayudaban a salvar solo a los ricos y poderosos –el uno por ciento de la población, los dueños de los bancos, muchos bandidos, y sus empresas conexas que estaban por ir a la bancarrota– no solo no sería una muy buena recuperación económica, sino que habría en el futuro un desastre en la política. Perder el poder para algún demagogo desequilibrado, que recogiera a los heridos y contusos, era altamente probable. MAGA, VLLC. El resto de la historia ustedes ya pueden completarla.
Pero sigamos. Los demócratas se rieron de Stiglitz y le dijeron, ya sabes, debemos cuidar el sistema financiero, vamos a ayudar a los bancos como prioridad. Obama ejecutó la estrategia, se puso del lado de los que tienen más y desprotegió a los que tienen menos. Salvó su reputación en algo con el Obamacare. En el 2011, Stiglitz escribió su famoso artículo en la revista Vanity Fair, titulado “Del 1%, por el 1% y para el 1%”, recordando el discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln, de 1863, en el cual definía a la democracia como el Gobierno que es “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, es decir, que emana del pueblo, es ejercido por el pueblo y que beneficia al pueblo.
En mi punto de vista, esto apuntaba a que no existe prosperidad compartida o una sociedad posible entre desiguales, tanto en lo económico y en lo político, menos aún donde el Gobierno se pone del lado solo de los poderosos y abandona a los vulnerables y empobrecidos. En realidad, Lincoln estaba parafraseando al ministro unitario Theodore Parker, quien en 1850 ya había sugerido que un país debía buscar la igualdad como prioridad para conformar una nación (una identidad, especialmente, cultural) en prosperidad, que viva en paz, escribiendo sobre “un Gobierno de todo el pueblo, por todo el pueblo y para todo el pueblo”.
Y por casa, ¿cómo andamos? El himno paraguayo apela a la “unión e igualdad” como base de la nación. Sin embargo, el grupo político que gobierna este Estado es el gran desigualador desde hace décadas. En efecto, como consecuencia de su ineficiente sistema de impuestos regresivos, antes de estos, la sociedad paraguaya es menos desigual. Ni hablar de los asaltos a los recursos públicos, 3,9 por ciento del PIB según el BID. Es fácil entender. Antes de considerar al Estado, con los impuestos y transferencias, la sociedad paraguaya es más igualitaria. La desigualdad se agudiza al considerar al Estado corrupto y al aplicarse los impuestos, donde los que tienen más –tierras, riquezas e ingresos– pagan menos, como porcentaje de lo que tienen y ganan, y salen beneficiados, comparando con los que poco y nada tienen, pues estos pagan más, como porcentaje de lo poco que tienen y de lo poco que ganan, en forma de impuestos indirectos, sobre lo que consumen, que lleva todos sus ingresos, sin tener nada a cambio –por ejemplo, en salud y educación– incluso sumando las pocas transferencias que reciben. Al hacer el balance final, los que tienen más se quedaron con más y los que ya tenían menos, se quedaron con menos. Flor de negocio.
A esto deberíamos sumar los malgastos, nepobabies, planilleros, sobrefacturaciones, y demás etcéteras, donde los que manejan el Estado desde un Gobierno corrupto, se apropian de recursos públicos que eran de todos, y dejan de atender las necesidades de los que tienen menos. Aquí es donde se consolida la heladera vacía y la olla a presión que sofoca a las familias paraguayas.
Tal es así que hasta Peña ya lo reconoce cuando dice, como en la semana antepasada, que a las familias paraguayas ya les cuesta llegar a fin de mes y ni carne pueden comprar, aunque el dólar haya bajado, convirtiéndose así en el “presidente de la heladera vacía”, asumido.
Es por eso por lo que podemos observar que el 10 por ciento más rico, de los paraguayos, tiene hoy un ingreso 20 veces más, que el 20 por ciento más pobre. Solo 5 veces es lo razonable, para una nación con un Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Estamos lejos de la unión y de la igualdad. Siempre hay un grupo que captura el Estado, desde hace décadas, e impide que esto suceda. Ver abajo.
Para todo esto existe una narrativa que cautiva a la gente. La teología cartista apela a “Dios, Patria y Familia” con lo cual ganan elecciones, engañando a la gente, capturando el Estado para negocios privados. Es como también usan el neoliberalismo, como una forma de nueva teología que contiene un orden moral que pocos entienden.
Tampoco es una simple ideología sobre lo que debe ser la sociedad, conforme a la idea predicada por Locke sobre la libertad como el bien supremo, de apoyo y legitimación del poder en el Estado. El gran valor del neoliberalismo y del cartismo es que, explicando lo conocido por medio de lo desconocido (Dios, Patria y Familia) como en la teología, legitima las estructuras del poder justificando “quién debe mandar”, quiénes deben conducirnos, a dónde, por qué y para qué. La última realidad. Como dijo Peña en Yaguarón: “Seguir a Cartes, seguir a Cartes, seguir a Cartes”. Totalmente desquiciado.
El neoliberalismo que se presenta como anti-Estado (y el cartismo que mantiene al Estado cautivo de los mercados del crimen, encima, inútil en cantidad y calidad de servicios para el pueblo), del que tanto hablan sus predicadores, ya se encuentra totalmente degenerado. Lo hemos convertido en un capitalismo de secuaces con primitivismo productivo disfuncional, incluso eliminando el propio mercado. Herejía total.
El uso de la “teología política” para manipular a la gente se ha puesto de moda. Este término fue acuñado por el jurista alemán Carl Schmitt en 1920. Hace un paralelo entre la legitimización de la soberanía de Dios sobre los hombres y la soberanía de un Gobierno. Esto es algo racional ya que ambos, principios teológicos y orden político, responden a nuestra fe y a nuestra confianza. Así como existen muchos religiosos y pocos creyentes en el mundo de la fe cristiana, muchos llamados y pocos elegidos, existen muchos neoliberales que hacen gala de su religiosidad, pero que desconocen los principios que aseguran la vigencia del libre mercado.
Lo que nadie dice es que solo un Estado fuerte, eficiente y transparente, que no sea corrupto, es absolutamente necesario para que actúe como réferi en esta agenda. Tal como Dios es todopoderoso, omnipotente, omnipresente y omnisciente… solo un Estado potente, aunque su burocracia sea minimalista y digitalizada, lo que lo puede hacer eficiente, puede garantizar la existencia de un mercado que sea libre con igualdad de oportunidades para todos.
La narrativa oficial, que les gusta a muchos empresarios que pagan impuestos a los corruptos que manejan el Estado paraguayo y que son asaltados por estos, en modo similar a lo que creían los demócratas que no le dieron bola a las sugerencias de Stiglitz, es que hay que privilegiar más a los que ya son poderosos para que ganen más y ellos inviertan más y que ellos empleen más y, ahí sí, ellos mejorarán la calidad de vida de la gente. Efecto derrame. Pero eso no pasa. Hace pocos días el presidente y sus ministros rogaban a la mano invisible a que bajara los precios de los alimentos.
Cuando llegan las elecciones, estos empresarios que se creen ese cuento vuelven a financiar a los de siempre, que benefician a algunos hombres de negocios cómplices –pero que asaltan a la mayoría de los que producen en el mercado formal– y que se llevan el dinero del pueblo. Cuando a veces los confronto, la élite productiva me dice mejor un bandido conocido antes de apostar a la alternancia para buscar cambiar para mejor. ¿Y si nos sale mal? Tienen miedo. Yo les suelo decir, bueno, peor ya no puede ser. Por lo menos si dejaran de financiarlos ya sería una inversión democrática para igualar algo la cancha en las elecciones. Un ejemplo son las empresas vialeras, grandes financistas de la lista uno, que hoy son maltratadas por el MEF, algunas me dijeron que están quebrando, pagando fortunas de intereses por obras entregadas, pierden categorías en el sistema financiero, y tienen millones por cobrar.
Todo lo de arriba es el Gobierno de uno, que se apropia de la ANR y alquila a la lista uno, ejercido por uno que representa al uno por ciento de la población y de la gente de empresa, en beneficio propio y del uno por ciento de los paraguayos. En otras palabras, es el Gobierno de un grupo económico que pertenece a un solo hombre, que compite en forma desleal en el mercado formal, desde el informal, que usa al Estado para obtener lucros privados, ejerciendo un poder omnímodo, y que maneja a un gerente que trabaja en beneficio propio y de un Yo El Supremo, en pleno siglo XXI. Como dijo Stiglitz, esto no es bueno para la economía de la gente, y también puede llevarnos a un futuro políticamente más desastroso. El demagogo desequilibrado solo tiene que aparecer. ¡Saludos cordiales!