12 oct. 2025

Los señores gobernadores

Durante el proceso de sanción de la Constitución del año 1992, dos conceptos excitaron la atención de los convencionales: la elección popular para las intendencias municipales y la autonomía de los municipios; este segundo objetivo se consideraba el embrión para la descentralización del Estado.

Con la bienvenida a las incorporaciones mencionadas, el entusiasmo traspuso el vallado de la prudencia y los “señores convencionales” le agregaron una gobernación para cada departamento del territorio. Tal vez con la intención de sustituir a los delegados de gobierno de la época del “único líder”.

Pero aquella figura semejante a los “ojos y oídos del rey”, los sátrapas de los tiempos romanos, aunque poderoso, se manejaba con las modestas regalías de entonces: una oficina, vehículo, chofer, un guardaespaldas o dos, según la zona, un cebador de tereré y todo el poder que lo investía como “supremo” de sus lares.

Sin embargo, los que sancionaron aquella Carta Magna de la República democrática en ciernes, aplicados a consagrar la autonomía municipal con la elección popular del jefe comunal, decidieron que no podían abandonar la figura del delegado, por lo que la mantuvieron con otro nombre: ahora sería gobernador. Porque habrían considerado finalmente que el cargo, aunque desprestigiado, podría conservarse como un “puestito” más para “la perrada partidaria”. Y, sin siquiera reparar que estaban duplicando las figuras ejecutivas del interior, los señores convencionales le agregaron una junta departamental.

Si el gobernador ya estaría compitiendo en funciones con los intendentes, los concejales departamentales, invento de la voracidad partidaria, no contarían siquiera con territorios o asuntos sobre los que legislar. Pero entusiasmados con la magna tarea que se les venía encima, se agregaron estructura, funcionarios y algo parecido a una municipalidad paralela; con direcciones, departamentos y todos los chiches que ya poseía la entidad municipal.

Finalmente consagrados en sus respectivos cargos, todos cobran salarios o dietas. Para ponerlo en castellano, claro y alto, estos señores recibieron una designación constitucional de planilleros (aunque todos se cuidan de mencionarlos como tales), pues simplemente están demás. No son necesarios y cuestan mucho dinero al erario público.

La excusa para justificar la sinrazón fue que el susodicho gobernador sincronizaría, organizaría, conectaría los distintos trabajos de cada municipio y de todos los sectores del departamento. En todo lo referente a lo productivo, económico, social y cultural. O, finalmente, para otros logros o beneficios que pudiera concretar para su departamento.

Todo esto es simplemente suposición, ya que la Ley Orgánica respectiva no describe de esta manera la tarea; y porque además, si así fuera, el trabajo podría hacerlo el mismo intendente de la capital departamental. Si no finalmente, un ciudadano o ciudadana de buena formación, dedicado/a a su función con responsabilidad y patriotismo.

Pero… ¿y los demás?... ¿Concejales departamentales y funcionarios… para qué?

Sin embargo, peor que eso, finalmente consagrada la ansiada “autonomía”, pareciera que esta alentó a muchos organismos extramunicipales a “anotarse” para ayudar a los municipios a ser autónomos.

A propósito, para los procesos que promueven la descentralización, se sabe y se propugna que los gobiernos locales deben contar con la capacidad operativa y las atribuciones legales que les permitan resolver todos los problemas generados en su territorio. Porque solamente de esta manera podría hablarse de una verdadera autonomía. La única que funciona y la única necesaria. Y porque solo de esta manera puede corresponderse a las prerrogativas establecidas en el marco legal de la República.

Lamentablemente, presos del sistema partidario, no hay ni habrá fundamentos legales que nos salven de la voracidad de los líderes del sector. Porque si fue una desgracia la dictadura, también lo fue el liderazgo mediocre y rapaz que nos dejó como herencia, salvando honrosas excepciones. Si hubiera dudas sobre esto, solo repasemos la frondosa lista de fracasos acumulados desde aquellos tiempos felices y nuestra desoladora actualidad.

Aunque sigamos convencidos de que el “progreso” se remite a la construcción de obras faraónicas o pavimentar el suelo en cualquier parte, o llenando nuestras ciudades de edificios en altura, shoppings, supermercados, superfarmacias y estaciones de servicio (como si fuéramos productores de petróleo), no solo que no concretaremos el verdadero progreso, sino que lo retardaremos sine die.

Porque mientras tanto la gente común, nuestros compatriotas “expulsados del paraíso”, todavía no cuentan con un sistema colectivo de transporte de amplia cobertura y a toda hora; las escuelas no disponen de aulas suficientes –ni de pupitres–; o de instrumentos didácticos para dotar a nuestros niños y jóvenes de lo necesario y útil para enfrentar el complejo mundo que se les viene encima. Y mientras tampoco se adoptan medidas sobre la proliferación de los sustitutos educativos: teléfono celular, redes y cuanto chiche tecnológico se ponga al alcance de niños y jóvenes, se deshacen los pocos buenos ejemplos que pueden obtener de sus escuelas y maestros.

Algunos dicen que nada de lo que hacen de bueno las autoridades nos gusta. Pero lo que hemos vivido “aquellos tiempos felices cuando fuimos tan desdichados”, como escribiera Víctor Hugo, ya tuvimos la oportunidad de reconocer el mal como para no desear lo mismo a nuestros compatriotas que vivirán en el futuro, cuando algunos ya no estemos....

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