En Paraguay, la proliferación indiscriminada de universidades ha creado una sobreoferta desmedida que se sostiene sacrificando la calidad. Un caso típico de la “tragedia de los comunes”: Demasiadas universidades disputando pocos estudiantes, lo que obliga a recortar costos y bajar estándares. El resultado es un vaciamiento académico: Investigación abandonada, innovación relegada y docentes convertidos en “profesores taxi”, mal remunerados y sin recursos para producir conocimiento. No sorprende, entonces, que ninguna universidad paraguaya figure entre las primeras 1.000 del mundo ni entre las 100 de América Latina.
Esta precarización se percibe con mayor crudeza, salvadas excepciones, en las universidades privadas donde la inversión en cuerpo docente y en la investigación y desarrollo (I+D) es mínima. Los números lo confirman: Según datos del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), el 71% de todos los fondos destinados a I+D provienen del Estado y de universidades nacionales, mientras que las universidades privadas aportan apenas el 3%. El resto llega desde organismos internacionales y ONG.
Paradójicamente Paraguay lidera ampliamente la región en oferta universitaria. Parece chiste, pero es estadística. En Paraguay contamos con 58 universidades habilitadas para unos 2,2 millones de potenciales estudiantes, lo que equivale a 2,6 universidades por cada 100.000 personas habilitadas. Estados Unidos, con todo su prestigio académico y capacidad de atraer estudiantes extranjeros, registra 1,7 universidades para cada 100.000 posibles estudiantes; el promedio regional es de apenas 0,6. Dicho de otro modo: Casi duplicamos a EEUU y cuadruplicamos a la región en oferta universitaria.
Lo que debería ser un espacio para ciencia, pensamiento crítico y capital humano avanzado se ha convertido en un mercado atomizado de cazadores de inscripciones. El paralelismo con el transporte público del área metropolitana de Asunción es inevitable, donde más de 40 empresas persiguen al mismo pasajero, con servicios precarios, mínima seguridad y cero innovación. En ambos casos, la competencia no genera excelencia, sino mediocridad.
En estos escenarios, el sector privado debería ver una oportunidad para consolidar esfuerzos mediante la fusión de universidades. La atomización de la oferta solo ha producido ineficiencia administrativa, con estructuras sobredimensionadas que sostienen a pocos estudiantes. La lógica de mercado, por tanto, sería avanzar hacia menos instituciones, pero más sólidas: Con menos burocracia, mayor economía de escala, profesores a tiempo completo, investigación genuina e infraestructura académica de calidad. Porque la pregunta es inevitable: ¿Cuántas universidades que otorgan títulos de Derecho necesita un país de apenas seis millones de habitantes?
En un mercado libre como el nuestro, el Estado no tiene por qué decidir cuántas universidades privadas existen ni qué carreras ofrecen; ese equilibrio debería darse entre oferta y demanda. Sin embargo, el Estado sí tiene la responsabilidad irrenunciable de garantizar estándares mínimos de calidad. Y ahí es donde falla el sistema. El Cones y la Aneaes funcionan como clubes de autorregulación, integrados por funcionarios y operadores de las mismas universidades que deben ser reguladas. El resultado es un esquema dominado por conflictos de interés y politización.
Por otro lado, muchas de estas instituciones privadas deberían reconvertirse en lo que en la práctica ya son: Centros de formación profesional y técnica que ofrecen cursos cortos, diplomados y carreras técnicas de corta duración. Esta es una necesidad real y creciente en el mercado laboral. El problema surge cuando estas instituciones se presentan como “universidades” sin cumplir con lo que implica ser una universidad moderna. Como señaló Clark Kerr, economista y presidente de la Universidad de California, la universidad contemporánea es una multiversidad: No solo un espacio de enseñanza, sino también de investigación, innovación y extensión social genuina.
Hasta tanto no exista un sistema serio de control, lo mínimo es suspender la creación de nuevas universidades, como ya lo previó la Ley Nº 4351/11. Pero ese es apenas el inicio. El verdadero desafío exige que el Estado asuma un rol de contrapeso: Fortalecer a las universidades nacionales –especialmente en el interior– con financiamiento, planificación y visión estratégica; reestructurar a fondo los organismos de habilitación y acreditación, y reconvertir a muchas privadas hacia la formación técnica.
Estas medidas deben ir acompañadas de políticas más ambiciosas, como un esquema fiscal que permita a los privados deducir impuestos si aportan a un fondo común de investigación, junto con incentivos que aseguren estándares académicos sostenidos en el tiempo. Solo entonces podremos aspirar a un sistema universitario que supere el mercantilismo académico y se concentre en producir ciencia, impulsar innovación y formar profesionales valiosos para el desarrollo del país.