Lo que ocurre en la escena política actual angustia, pues impide ver, aunque sea modestamente, el futuro. La democracia fracasó, se anuncia. La propuesta de la Agenda 2050, como sucedánea de la 2030 de desarrollo sostenible, oculta, más que revela, la dirección deseada de la democracia global. Hoy se actúa en modo de guerra, con visiones diversas, enfrentadas. Así, conservadores versus liberales, soberanistas contra globalistas, o tradicionalistas frente a modernistas ocupan el ring político internacional. Sea en China, EEUU o en Europa o bien el Medio Oriente, la política democrática ha devenido en una forma de guerra. No existe el bien común, pues ya ni siquiera se cree en eso que se llama bien. Fijémonos en esta realidad brevemente.
Del liberalismo a la autodeterminación
Comenzar con el liberalismo es útil. Es un término maleable, pero que denota una significación común: los liberales rechazan el despotismo, exaltan la autonomía. Han sido defensores de la individualidad contra la desigualdad basada en la raza y el sexo. Esencialmente igualitarios. Basta leerlo a John S. Mill (1806-73) en su defensa de la mujer. Nadie debe estar dominado por nadie.
El liberalismo político contemporáneo ha establecido la neutralidad del Estado, aunque esta sea, como las pelucas —al decir del filósofo Alasdair MacIntyre—, un invento del muy liberal siglo diecisiete, ni imparcial ni objetivo. Optan, sin disculpas, por el lucro del capitalismo de “accionistas” de Milton Friedman (1912-2006). Adam Smith (1723-90) lo encarna con la mano invisible: aunque la intención no sea altruista, el resultado final sí lo es. El carnicero se esfuerza en agradarnos, no por magnanimidad, sino para lucrar. Su axioma es el “principio de no agresión”; ninguna persona puede agredir a otra ni a su propiedad, como dice el maestro de Milei, Murray Rothbard (1926-1995). La voluntad individual tiene primacía exclusiva sobre la realidad.
De la socialdemocracia al globalismo
Seguimos con la izquierda socialista, que propone una curiosa visión de esa autonomía liberal, abandonando su antigua alergia al mercado. Hoy lo abraza, sin renunciar, subrepticiamente, a su afán de controlar la sociedad. Es el nuevo capitalismo “inclusivo”, de Klaus Schwab, del Foro de Davos. Las corporaciones se aceptan y no deben renunciar a su rentabilidad, pero se comprometen a la igualdad, la diversidad de género y, sobre todo, al cambio climático. La gobernanza es “colegiada”: no reside exclusivamente en el Estado, sino en las corporaciones, la sociedad civil y las oenegés e instituciones internacionales.
El mercado podrá ser injusto, pero habrá una serie de grupos e instituciones que definirán las políticas igualitarias e inclusivas. Claro, en el contexto occidental posmoral, la inclusividad será medida por las costumbres relativizadas de las ideologías de género y woke. Se establecen políticas que defienden identidades grupales frente a intereses individuales que representan la opresión, la marginación, el racismo sistémico o la heteronormatividad. Es el capitalismo woke, Inc., que denuncia el hindú-americano V. Ramaswamy, como amenaza a la democracia.
El autoritarismo de mercado
Pero la mayor amenaza a la democracia son los sistemas donde el mercado capitalista no es sino la forma de enriquecer a una élite al servicio del poder totalitario. En diversos grados, China y Rusia forman parte de ese grupo. Evidentemente, la China de Xi Jinping está deseosa de alcanzar la meta de potencia mundial que la Rusia de Putin hoy solo puede añorar. Transformada en un capitalismo tecnológico luego de cuatro décadas de innovaciones capitalistas, China ya nada recuerda a la Revolución Cultural de Mao, con excepción, quizás, a sus ambiciones expansionistas globales.
Lo mismo con Putin. El hecho de que Rusia esboce un capitalismo de los plutócratas y esté profundamente inmersa en la economía global, tiene poco efecto sobre su comportamiento, porque los autoritarismos se preocupan por su seguridad tanto como las democracias, y la hegemonía y expansión es la mejor manera que tiene cualquier sociedad de garantizar su propia supervivencia.
La democracia como piel
Ortega y Gasset hablaba del Estado como piel y del Estado como aparato ortopédico. En este momento se debería hablar más bien de democracias como aparato ortopédico. ¿Por qué? Porque es la forma constitucional democrática la que, o bien se pretende forzar sobre un cuerpo político, o bien se cree suficiente para su estabilidad, sin cambiar a este previamente. La raíz de la crisis de Occidente es espiritual, moral de ese sujeto político. La aversión que juzga hacia la fe —hacia toda religión y toda creencia—. Como advertía J. B. Alberdi (1810-1884) hace más de un siglo, las constituciones [democráticas] no se hacen en los Congresos. No viven en el papel, viven en los hombres y en los pueblos. Hoy, las democracias se violentan sobre los cuerpos sociales fofos —cual aparatos ortopédicos— que simulan hablar de democracia y libertades, pero con una significación de sus palabras discordantes entre sí. Estropeadas para cualquier diálogo. La democracia requiere una piel que se ajuste a ese cuerpo renovado moralmente, como toda piel que no crea molestia.