Mi intención cuando me asignaron la entrevista era desarmar cualquier argumentación sofista que pudiera esgrimir Mujica para justificar nuestra suspensión. Si bien en mi opinión la destitución de Lugo fue una salvajada típica de la barbarie política local, la sanción del Mercosur tenía también un claro sesgo ideológico. Me esperaba, pues, al típico líder de izquierda ensayando alguna retórica de barricada para justificar sus acciones. Lo que encontré simplemente me desconcertó. Aquel hombre que había empuñado las armas para defender sus ideas, que conoció la prisión, que alcanzó el poder después de décadas de activismo político contaba con un recurso impensable para alguien de su profesión y rango, un secreto que hacía su discurso casi irrebatible. Déjenme dibujarles el escenario donde me fue revelado.
Cuando llegué a Montevideo, me dijeron que Mujica me concedería la entrevista en la residencia presidencial, no en Palacio de Gobierno, así que enfilé hacia allá con mi camarógrafo en un móvil rentado. Antes de llegar, la única seguridad con la que nos encontramos fue una caseta policial con dos guardias por demás aburridos. Un cuarto de hora y varios kilómetros de camino de tierra después, arribamos a la residencia: una chacra con una casa chiquita y vieja rodeada de plantas y un patio de ladrillos con un par de sillones de hierro herrumbrados. En la casa, una cocina pequeña con unos pocos muebles desgastados y una mesita para el mate. Eso era todo.
Nos sentamos a esperar. Un anciano conducía a lo lejos un tractorcito. Se fue acercando despacio, metió la máquina en un desportillado garaje, donde estaba estacionado un Escarabajo cochambroso, cerró las puertas de madera y se volvió hacia nosotros. Se sacudió el polvo del pulóver que tenía puesto y puso rumbo a la casa. Le seguía cojeando una perrita de tres patas. Llegó hasta donde estábamos, se sentó en el sillón de hierro, se colocó el micrófono solapero en el cuello y largó un “bueno, muchacho, lo escucho”.
Tuve entonces una sensación que nunca había experimentado antes en este oficio; sentí que todo aquello era real, que ese hombre era tal como se estaba mostrando, que no había pose ni jactancia. Y cuando empezó a hablar, la sensación se fue convirtiendo en certeza. Su discurso, con el que incluso podía disentir racionalmente, tenía, sin embargo, la fuerza arrolladora de la honestidad. Su prédica no era sino la verbalización de los hechos que estaban allí a simple vista. Ese hombre arengaba con el ejemplo.
Obviamente, hablamos y discutimos sobre nuestra encrucijada en el Mercosur, pero ese fue casi un tema menor, de mera coyuntura; tanto que ni recuerdo lo que se dijo. Conservo, sin embargo, cada una de sus cavilaciones sobre otras cuestiones que surgieron de manera espontánea en la conversación; temas tan simples, pero tan humanos como la importancia que les damos a la familia, a los amigos o a cualquier cosa que nos haga feliz. Reflexionó sobre cómo la fiebre por consumir devora el único bien irreemplazable: el tiempo. Habló sobre lo mucho que había aprendido del dolor, sobre los errores que cometió en la vida y sobre el difícil pero necesario aprendizaje de la tolerancia.
Podría haber conversado horas con él, pero el recurso escaso siempre lo es y no tenía tiempo para hacerlo. Me fui sabiendo que me había topado con un político que tenía una cualidad que difícilmente volvería a encontrar en alguien que alcanzara el poder.
Mujica tenía autoridad moral, la autoridad que solo se consigue cuando se encarna lo que se predica. Ese era su secreto.