24 ago. 2025

El deber de la quietud

Cita Georg Lukacs en su libro sobre el irracionalismo en la filosofía europea, El asalto a la razón (1952), palabras de una proclama lanzada por Prusia durante la batalla de Jena, en la guerra napoleónica de 1806: “El primer deber del ciudadano es permanecer quieto”.

Sobre los asuntos públicos, esta es la prístina concepción prusiana y militar (devenida nacional tras la revolución democrático-proletaria y fallida de 1848) de la Alemania del siglo XIX, y aun la del XX: una cosa de élites con un ejecutivo fuerte, una policía brutal y un Legislativo de decorado, cuando no inexistente como se vio durante el periodo nazi (1933-1945).

La “quietud del ciudadano” como principio político es una obligación de raigambre autoritaria que, en Paraguay, tiene añeja tradición colonial, pero también larga impronta republicana. Incluso en el siglo XX se entronca con la tradición de la burguesía y los junkers alemanes, por la vía castrense de influencia brasileña: los gobiernos cívicos y/o militares de José Félix Estigarribia (1939-1940), Higinio Morínigo (1940-1948) y Alfredo Stroessner (1954-1989), y el de su antecesor de inéditos ribetes nacional-izquierdistas, Rafael Franco (1936-1937), cubren cincuenta y tres años de historia paraguaya, sumando el “interregno monstruoso” (en el sentido gramsciano) de 1948-1954, inmediatamente posterior a la guerra civil que zanjó hacia la derecha la cuestión de los militares y sus inclinaciones políticas, cuestión central de la historia nacional entre las décadas de los 30 y 50.

Si bien la proclama de hace más de doscientos años estaba dada en tiempos de guerra, como bien lo deja en claro Lukacs, su hegemónica significación es permanente para la cultura alemana, al menos hasta 1945. Por tanto, en el caso paraguayo también lo sería “al menos” hasta 1989 para todo el conjunto de la sociedad de clases embarcada entonces, por primera vez, en una política transaccional de partidos sin la anulación sistemática de la oposición por decreto.

En esta proliferación de la quietud ciudadana mediante el control y el miedo “es ‘la superioridad’ y solo ella la llamada a actuar, haciéndolo además a base de una concepción intuitiva de circunstancias que de hecho son irracionales; el simple mortal, el ‘hombre del montón’, el súbdito, es simplemente el peón mecánico, el objeto o el embobado espectador de las acciones realizadas por los elegidos”.

Resulta interesante relacionar este “hombre del montón” del filósofo húngaro Lukacs con el “hombre sin atributos” del novelista austriaco Robert Musil, ambos intelectuales del Imperio austrohúngaro de comienzos de siglo, desmembrado a consecuencia precisamente de las ideas nacional-imperialistas de 1914: un hombre-mujer masa que, dentro de la pequeña burguesía intelectual vienesa en que se desarrolla la novela de Musil, deviene aristocracia del espíritu desencantada ante la falacia a que fue impulsada patriotera y expansivamente: una revolución conservadora mediante la guerra de conquista. Es decir: a la muerte masiva de una juventud instruida y, sobre todo, de tendencias liberales antes que monárquicas. A estas tendencias de los intelectuales mareados por la promesa nacional-imperialista de corte conservador, Lukacs llama “filisteísmo ajeno a los verdaderos intereses públicos”; o sea, un regodeo en la autocontemplación y la proyección fantásticas, “irracionales”.

En donde, tal vez, mejor se aprecie las “correspondencias”, a partir de sus respectivas formaciones sociales, entre el 1848 de Alemania y el 1989 de Paraguay es en la apelación de las fuerzas reaccionarias de las burguesías a la conservación del aparato burocrático previo (monárquico y dictatorial, respectivamente), con concesiones más bien formales en lo político, a la postre intrascendentes, para las “fuerzas radicales”. Es esto lo que negociaron tanto los demócratas burgueses alemanes del XIX como los paraguayos de fines del XX: una democracia restringida y tutelada por los “elegidos”.

Más contenido de esta sección