Confieso que, antes del episodio que involucró a periodistas de un programa de televisión, desconocía la existencia del verbo “funar”. Por eso, al leer en varias partes que se trataba de la mayor funada de la historia, me vi obligado a investigar el significado del término.
Funar es exponer públicamente comportamientos inaceptables, por ser inmorales o poco éticos, con el objetivo de que la persona señalada sufra un rechazo social. Como curiosidad, el vocablo “funa” proviene del idioma mapuche y originalmente significa “podrido”. En Chile, la palabra adquirió una nueva acepción al ser utilizada por familiares de víctimas de la dictadura de Pinochet para denunciar públicamente a militares responsables de torturas y desapariciones. Con la aparición de las redes sociales una resignificación la amplifica viralmente, por el impacto impresionante de la inmediatez y el alcance global. Un solo tuit o video, con comentarios irónicos o memes, puede movilizar a miles para señalar al “culpable”.
La funada es una modalidad de la cultura de la cancelación, un boicot cultural iniciado hace menos de una década que busca retirar el apoyo, ya sea moral, financiero, digital e incluso social a personas consideradas inadmisibles, por sus acciones o comentarios. Inicialmente las víctimas eran celebridades que emitían opiniones cuestionables en las redes sociales, transgrediendo las expectativas que sobre ellas había, pero más tarde el fenómeno se extendió a varias capas sociales.
La cancelación es un acuerdo para ignorar, no publicitar ni financiar a alguien. Busca castigar con el ninguneo, la privación de la atención pública. Puede adoptar diversas formas, como la presión a las organizaciones que promueven apariciones mediáticas del cancelado, escraches en eventos o boicots a la compra de productos de las marcas que lo patrocinan. Es una herramienta para exigir rendición de cuentas a figuras públicas o instituciones que, de otro modo, quedarían impunes.
La funa y la cancelación buscan, pues, el castigo social, pero por dos caminos opuestos. Una amplifica las acciones, y la otra convierte en invisible al acusado. Son hijas de las redes sociales, que permiten algo imposible en toda la historia anterior de la humanidad. Todo lo que se dice en ellas llega, instantáneamente, a millones de personas de todas partes del planeta.
La funa suele preceder, como práctica social, a la cancelación. Es un juicio moral que expone públicamente conductas inadecuadas, viraliza el hate (odio) y exige consecuencias concretas.
Estas reflexiones surgieron a partir de la ingrata experiencia pasada por William Emery, un cronista novato, que fue tratado de modo prepotente y despectivo por los periodistas que estaban en el piso. En unos pocos minutos, un error menor y unas respuestas desubicadas, convirtieron a Fernanda Robles, conductora relativamente desconocida, en un personaje famoso. Pero por el camino menos deseable.
Hubo algo –quizás el tonito de superioridad de ella, las risas cómplices de los otros dos o la buena onda con la que el afectado soportó la humillación– que detonó el fenómeno de la funa, lo que tuvo repercusiones internacionales, tanto que una influencer mexicana homónima tuvo que grabar un video pidiendo que dejaran de insultarla, pues ella no era la misma Fernanda del Paraguay.
Hubo disculpas públicas, pero la cultura de la cancelación tiene una característica típica: La dificultad de recuperar la reputación luego de producido el daño. Si hubo una equivocación, las redes ya no funcionan tan rápido para informarla. Por el contrario, la solidaridad hacia Emery hizo que su cuenta de Instagram creciera de 5.000 a más de 70.000 seguidores en días, mostrando cómo las redes pueden tanto destruir como empoderar.
El caso demuestra que la práctica de funar es controversial, pues puede generar linchamientos mediáticos y afectar, de manera prolongada la reputación de las personas. Estamos pues, ante una nueva dinámica de la opinión pública que pone en discusión la libertad de expresión, la responsabilidad individual y el poder de las redes. ¿La funa es una herramienta justiciera o un linchamiento digital?