No es novedad que la violencia de género todavía pone un estigma sobre los hombros de quienes la denuncian. Por eso, el caso de la francesa Gisèle Pelicot y su decisión de renunciar al anonimato resonó en todo el mundo.
Gisèle descubrió que, durante toda una década, su marido, el doctor Dominique Pelicot, no solo la drogó sistemáticamente para abusar de ella, sino también reclutó a más de 50 hombres para el mismo fin. Aunque el trauma de enterarse de semejante crimen es inimaginable, ella tomó la decisión de dar la cara en el juicio ante sus agresores. No lo hizo desde la posición de víctima, sino desde la completa certeza de que la visibilización de su caso podría ayudar a más mujeres.
Este mediático juicio culminó con una condena a 20 años de cárcel para Dominique Pelicot, además de 49 acusados con penas privativas de la libertad de entre 3 y 15 años, y dos con suspensión. Meses después, este 13 de julio, en la jornada previa a la Fiesta Nacional de Francia que recuerda los 236 años de la Toma de la Bastilla, el Gobierno francés otorgó a Gisèle la Orden de Chevalier de la Legión de Honor, una condecoración a la excelencia en la conducta civil o militar.
En su caso, ella recibió el galardón porque llevó su testimonio como bandera de la lucha feminista y demostró que el estigma debe pesar en realidad sobre los agresores. Su mensaje trascendió fronteras y caló hondo en la memoria colectiva. Tanto que la famosa frase de Gisèle: “La vergüenza debe cambiar de bando”, se instaló en las marchas, las redes sociales y los portales de noticias internacionales.
Hemos de admitir que este tipo de gestos políticos y simbólicos son un respiro anímico para quienes nos preocupamos por la persistencia de la violencia machista en el mundo. Sí, es reconfortante pensar que la vergüenza, la victimización y el estigma asociados a una denuncia por agresión sexual son finalmente cuestionados. Sin embargo, no podemos olvidar que esta es la realidad de una mujer europea, nacida en una de las cunas intelectuales del feminismo occidental.
Por ende, resulta obligatorio que nosotras volvamos la mirada hacia nuestro contexto en Paraguay porque, en el país, el estigma sigue estando del lado incorrecto. Nuestra estructura social permanece en una especie de burbuja donde no penetran –al menos, rápidamente– ejemplos internacionales como el caso Pelicot.
La razón principal es que nuestra lectura sobre la violencia machista se sigue limitando a una idea muy famosa: “¿Qué habrá hecho la mujer para merecer esto?”. Esta narrativa, que nace en el discurso cotidiano y se masifica en los medios de comunicación, es la misma que se refleja en el actuar de las instituciones estatales. Desde los efectivos policiales que ponen en duda a las denunciantes, hasta la falta de protocolos de género efectivos en empresas públicas y privadas, el estigma social sigue siendo una de las principales barreras para exponer casos de abuso o violencia de género.
Así como en Francia y en el mundo resonaron las palabras de Gisèle Pelicot, aquí, las organizaciones feministas llevan años intentando instalar ideas como “no es galanteo, es acoso”. Incluso, no es necesario ir tan lejos en el tiempo y mencionar el caso Kriskovich, solo hace falta dar una pasada por la sección de comentarios de cualquier noticia espectacularizada de feminicidios para entender por qué las mujeres dudamos tanto antes de denunciar.
Debemos hacer autocrítica y cuestionarnos las formas en que, como sociedad, validamos la actitud de personas que merecen todo el peso de la tan temida cultura de la cancelación. ¿Cuándo será el día en que Paraguay también tome la iniciativa de premiar a quienes tienen el valor de levantar sus voces? Así como una golondrina no hace primavera, las pequeñas o grandes victorias internacionales (como la de Pelicot) no pueden hacernos olvidar que la vergüenza sigue cayendo sobre las espaldas equivocadas.