Se cumplen hoy 2 años desde el inicio de la escalada violenta en Oriente Medio, traducida en un ataque de Hamás a territorio israelí y respuesta inmediata del ejército hebreo contra la Franja de Gaza, que ya se ha cobrado más de 65.000 víctimas inocentes, principalmente entre la población civil palestina.
La ejecución de bombardeos masivos casi ininterrumpidos, con el argumento de rescatar rehenes israelíes de manos de la milicia que tiene el poder en territorio gazatí, potenció toda la crueldad humana conocida y que ya se creía extinguida tras las Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis habían perpetrado contra el pueblo judío las más sanguinarias atrocidades.
La réplica posmoderna, ahora desde los herederos de aquella generación que padeció suplicios en los guetos y campos de concentración europeos, convierten a la zona de conflicto en devastación para un pueblo que desde hace décadas reclama con justicia su lugar en el mundo, pero que choca con los altos intereses de un Gobierno israelí de ultraderecha al que poco y nada le interesa la coexistencia.
El epicentro por excelencia, dentro de la polarización y las posturas ideológicas a nivel mundial, se sigue concentrando en la destrucción masiva de la vida en la franja de Gaza y en la cada vez más unánime voz lanzada desde los rincones del planeta (ciudadanía comprometida, Estados y organismos observadores) que piden el fin de los bombardeos.
Se avasalla el derecho a la autodeterminación, se limitan las oportunidades, se cortan agua, luz e internet desde territorio hebreo, se bombardean hospitales y centros de refugiados, se margina a la población civil palestina y, podríamos resumir en un solo término lo que se perpetra y puede describir cualquier persona con sentido común y plenamente informada: genocidio.
Cualquier guerra solo beneficia a los centros del poder, anhelantes de más onda expansiva de su influencia. Pagan los platos rotos, como siempre, hombres, mujeres, niños y ancianos que –en este caso– deben deambular por un territorio que en lo más profundo es sentido como suyo, pero expuesto a la crueldad de gobiernos exógenos, autoritarios e intolerantes.
También en este caso debe estar exento el concepto de guerra, ya que se produce en esencia la derivación de lo que hasta hace poco fue una cárcel a cielo abierto, con una población civil gazatí embretada por murallas de confinamiento y en permanente persecución, a lo que hoy se observa en imágenes incontrastables de destrucción masiva.
Literalmente, no queda nada en pie en varias ciudades donde antes se albergaba una vida que tampoco era la maravilla, ya que el acoso siempre fue constante, y las respuestas de parte de la desigual lucha por el territorio también cobraban vidas al otro lado del muro, pero sin parangón respecto de las abiertas violaciones cometidas contra el derecho del pueblo palestino.
El presidente de EEUU, Donald Trump, levantó recientemente su barita mágica para plasmar puntos leoninos en búsqueda del fin del flagelo, pero sin participación de la autoridad palestina, sin contemplar los crímenes de lesa humanidad que pesan sobre su par hebreo, Benjamín Netanyehu, y con el afán de convertir a la Franja de Gaza en un centro turístico para una élite multimillonaria.
En algunas aristas de este horror ya se ingresa al surrealismo y al absurdo, mientras cientos de miles de familias palestinas siguen padeciendo lo peor de las necesidades, con hambre, sed y urgencias médicas insatisfechas, frente a la indiferencia planetaria, la angurria de los poderes centrales, las multiplicadas luchas de ciudadanos y referentes mundiales a favor del fin del genocidio y una flota humanitaria que es tomada por la armada israelí en aguas internacionales, con el fin de evitar que llegue la ayuda tan urgente.
La deshumanización se vuelve caldo diario, los intereses geopolíticos diseñan espacios a su medida y el futuro para los gazatíes se desdibuja en desolación y muerte.