Desde la madrugada, el humo de las brasas comenzó a dibujar en el aire la silueta de una promesa cumplida. Más de 8.000 kilos de costilla vacuna fueron cocinados lentamente en hileras perfectas, bajo un enorme galpón convertido en templo del asado, mientras 30 asadores daban inicio al ritual que ha hecho de esta fiesta una de las más importantes del departamento.
Lo que empezó allá por 2004 como un encuentro modesto entre vecinos y pioneros –la mayoría inmigrantes brasileños que encontraron en Naranjal un nuevo hogar–, hoy se ha consolidado como un evento cultural, culinario y de solidaridad de proyección nacional, recientemente declarado de Interés Turístico Nacional por la Secretaría Nacional de Turismo (Senatur), mediante la Resolución Nº 950/2025.
Tras la pausa obligada por la pandemia del Covid-19, que silenció las ediciones de 2020 y 2021, el fuego volvió a encenderse con una mezcla de nostalgia, entusiasmo y sentido comunitario. La espera había sido larga, pero la recompensa llegó en forma de 175 costillas enteras, cada una marinada en sal y vino blanco durante 12 horas y cocinada pacientemente sobre leña seleccionada por hasta diez horas.
Cada costillar fue acompañado de ensalada, sopa paraguaya, doce cervezas y seis gaseosas, todo pensado para alimentar a unas 30 personas. Pero más allá de la comida, lo que alimentó verdaderamente la jornada fue el espíritu solidario que caracteriza a esta fiesta: todos los fondos recaudados se destinaron a escuelas y parroquias de la zona, como en sus inicios.
Alma comunitaria
Unas 300 personas se involucraron directamente en la organización, demostrando que en Naranjal el trabajo en equipo es una segunda naturaleza. La Fiesta de la Costilla fue mucho más que un encuentro para comer. Fue una celebración del alma comunitaria.
Mientras las costillas crepitaban sobre las brasas, el escenario se llenaba de grupos musicales, danzas típicas y espectáculos culturales, generando un ambiente familiar y festivo que recordaba a todos por qué esta tradición está tan arraigada en el corazón de los naranjalenses.
Las familias enteras, muchas con raíces compartidas entre Paraguay y Brasil, llegaron desde distintos puntos del Alto Paraná y más allá de Ciudad del Este, de Hernandarias, de las zonas agrícolas vecinas, e incluso de Argentina. Algunos llegaron por el sabor. Otros, por la emoción de volver a ver a los suyos. Todos se fueron con el alma llena.
Con su economía basada en la producción de soja y maíz, Naranjal ha sabido crecer sin perder su esencia. Fundada el 26 de julio de 1990, la ciudad –que debe su nombre a los antiguos naranjales silvestres que cubrían la zona– se ha convertido en un ejemplo de organización, trabajo y hospitalidad.
La Fiesta de la Costilla es el espejo perfecto de ese carácter. Una muestra de que el desarrollo también puede tener sabor, olor a leña y manos solidarias que trabajan en conjunto. Este año, con la declaración oficial de su importancia turística, el evento entró en una nueva etapa, abriéndose camino como posible referente gastronómico internacional.
A medida que caía la tarde y se acercaba la hora del tradicional bingo y la fiesta bailable, el aroma del asado se mezclaba con la risa de los niños, el ritmo de las polcas y el sonido inconfundible de una comunidad que se reconoce en sus tradiciones.
Esa jornada, Naranjal no solo celebró su cumpleaños. Celebró su identidad viva, su gente trabajadora, su memoria compartida. Celebró que, en tiempos de cambios y desafíos, hay costumbres que no se apagan, hay fuegos que no se extinguen. Y hay fiestas que, más que eventos, se convierten en símbolos de lo que un pueblo puede lograr cuando cocina sus sueños a fuego lento.