Con relación a las instituciones que nos inducen a participar de la vida pública, podríamos plantearnos algunas preguntas fundamentales:
¿Cuántos afiliados se necesitan para fundar un partido político? ¿Cuántos de estos se constituyen sobre la base de una comunidad de ideas para la solución de los problemas del país?
¿Están todos ellos en condiciones de postular un proyecto de gobierno? ¿Sus dirigentes están capacitados para el ejercicio de los cargos públicos? … para orientar al resto de nuestros conciudadanos en el logro de una sociedad mejor?
Y en función de todos estos objetivos y de las pretensiones que normalmente se atribuyen los núcleos partidarios…
¿Cuántos de sus afiliados conocen el ideario que postulan? ¿Cuántos están al tanto de la historia que los moviliza? O, al menos de las gestas cívicas protagonizadas por sus grandes hombres? … porque las mujeres no “escrituraban” todavía en aquellos tiempos iniciales.
Aunque al parecer todos sabemos las respuestas a estas interrogaciones; pero ante la posibilidad de que los que tengan que orientarnos hacia mejores prácticas de convivencia no cumplan con algunos requisitos fundamentales, se impone una última pregunta:
¿Por qué la gente tiene la percepción de que la afiliación a un partido –si es el de gobierno, mejor– es al solo efecto de acceder a un puesto laboral? Aunque en realidad –también se sabe– que ese suele ser el motivo principal de la afiliación; es decir, la promesa de cargos. Sin otra contraprestación que la lealtad a ciertos componentes del estamento partidario. No a los dogmas, idearios o postulados que la nucleación dice sustentar, sino la correspondencia con votos al favor eventualmente recibido.
Por todo lo cual, es evidente que un “partido político” se ha convertido, por obra y gracia de sus representantes, en una entidad privilegiada que deshace la igualdad proclamada en la Carta Magna. En una entidad que lejos de sus objetivos originales, disuelven en líneas internas su vocación de servicio. Además de diluir su personalidad política tras cada división.
Pero si nuestras instituciones políticas son consecuencia de los acuerdos de cúpulas partidarias, de los consensos o, más propiamente de los llamados “cuoteos”, el resultado final es que estas entidades no sean sino remedos de los antiguos feudalismos que quisimos desterrar en el pasado. Y para aportar mayor claridad a esta afirmación, apelemos al diccionario:
Feudalismo: Contrato vigente en la Edad Media por el que los soberanos y grandes señores cedían tierras o rentas para su uso o explotación, obligándose quien las recibiera a guardar fidelidad de vasallo al donante, prestarle el servicio militar y acudir a las asambleas políticas y judiciales que convocaba.
Salvo la ausencia de un territorio de moradía, en nuestro sistema político actual, todo es igual. Aunque con otra visible diferencia: al que no está afiliado a un Partido… es decir, al que no está bajo la protección de un señor feudal, todo se le hace cuesta arriba. Y de esta anomalía devienen actitudes –como las que manifiestan algunos de estos–, amenazando con los votos que tienen y con el falaz argumento de que “… ellos ayudan a sus comunidades”.
¿Ayudan? ¿Cómo ayuda un legislador a sus comunidades? ¿Ha propuesto alguna ley que las beneficie? ¿Ha determinado con su acción alguna corrección perjudicial en las políticas de Estado?
Categóricamente NO. Son vendedores de influencias. Simplemente. Consiguen regalías, cargos rentados, ventajas, facilidades varias, impunidades generalizadas, “agilización” de expedientes. Esos son los beneficios que reciben los clientes políticos de la cofradía partidaria. Para todo lo cual –y dicho sea de paso– también “es útil” contar con un Estado “convenientemente” ineficiente.
Esta es calidad funcional del Estado que consagra nuestro sistema electoral. Para que “esta clase” de operadores adicione lo peor a lo que ya está mal. Y para todo esto, el Superior Tribunal de Justicia Electoral gasta millones de dólares en propaganda al solo efecto de que nosotros legitimemos el sistema con nuestra concurrencia a las mesas de votaciones.
Porque, al final, es lo único que importa: la concurrencia a las urnas. No la calidad del producto elegido, no los resultados de gobierno, de ninguna manera la consagración de un verdadero sentido de la representación pública y popular, sino que nadie falte el día de las elecciones. Que el éxito democrático se remita a la concurrencia a las urnas.
Este es el sistema que financia el Estado. Y a pesar de que en la gran mayoría de los países de América se han desterrado los feudalismos partidarios, en el Paraguay, todavía no.
¿Hasta cuándo?