25 jun. 2025

El nuevo mundo

Mafalda preguntó por qué debía tomar la sopa y la mamá respondió que, porque lo ordenaba ella, que era su madre; y la niña retrucó que, si era por eso, ella era su hija y ambas se habían recibido el mismo día. La genial humorada de Quino era una invitación a reflexionar sobre una realidad que a los padres nos resulta difícil reconocer, que nadie adquiere los conocimientos necesarios para ser madre o padre por generación espontánea.
El alumbramiento no provoca por encanto en los progenitores la sapiencia psicológica ni la pedagogía necesaria para educar a su prole. Y esa realidad nunca fue tan abrumadora como en estos tiempos vertiginosos de redes sociales, plataformas virtuales e inteligencia artificial.

Es absolutamente necesario partir de ese humilde reconocimiento (que la mayoría no estamos preparados desde el vamos para ser padres) para encarar como sociedad los terribles dramas que estamos viviendo a diario con nuestros niños y adolescentes.

Nunca hubo que pasar un examen para ser padres. Y, sin embargo, siempre asumimos que la familia, encabezada por nosotros, debía cargar desde el vamos con la responsabilidad de formar personas capaces de encarar la vida con éxito y sin traicionar los valores que nos gusta considerar como parte de nuestra cultura.

Suena muy lindo, pero la verdad es que esos padres son producto de su tiempo y de la sociedad en la que les tocó en suerte vivir. Mis padres vivieron casi toda su vida bajo un régimen militar y en un mundo polarizado por la Guerra Fría. La tolerancia no era un valor que pudieran adquirir fácilmente, y la clasificación maniqueísta de las personas entre buenas y malas, héroes o villanos, según sus creencias o ideología, era moneda corriente.

Yo terminaba el colegio cuando cayó la dictadura e implosionó la Unión Soviética. Tomé conciencia del país y del planeta que habitaba entre los 80 y los 90, ese breve periodo en el que creímos que la democracia se impondría en todo el mundo y que la tolerancia era posible. Y pese a esas enormes diferencias, mi infancia y adolescencia no fueron tan radicalmente distintas de las de mis padres.

Mis hijas vinieron con el nuevo milenio. Cuando nació la menor, los celulares ya eran un apéndice más del ser humano (o a la inversa) y buena parte de las relaciones humanas se tejían en un mundo virtual. Su adolescencia se desarrolla en un universo absolutamente distinto al de mis memorias. La nueva camada de hijos se tostará a la luz de las inteligencias artificiales. He escuchado a niños contarle a un asistente virtual sus problemas en la escuela esperando consejo; y al algoritmo responderle.

Cada vez que una noticia atroz vinculada con niños o adolescentes, ya sean víctimas o victimarios, aparece en los medios una legión de jueces virtuales atropellan las redes para condenar a los padres asegurando que todo el problema radica en la familia. Tengo la impresión de que el primer problema es suponer que nuestras familias pueden por sí solas enfrentar estas tragedias, o que la familia paraguaya es una institución homogénea que se constituye y opera de la misma manera en cualquier lugar del territorio y en cualquiera de las clases sociales.

Según esta lógica, tiene la misma responsabilidad una familia que vive en un barrio cerrado y cuya cabeza son padres con formación académica y altos ingresos que una de un barrio considerado zona roja, con una madre soltera o un padre alcohólico o adicto.

¿Cuáles serán los valores de los hijos de un operador político, colgado de un cargo público al que accedió sin concursar y con un nivel de vida y de bienes que cuadruplican sus ingresos legales?

Tengo la impresión de que estamos transitando un tiempo bisagra, uno en que la historia está a punto de cambiar por completo, y que entre nosotros y las nuevas generaciones casi no hay puentes. Y dudo que solo los padres podamos enfrentar este fenómeno.

¿Cómo hacemos entonces? No lo sé, solo sé que nos urge buscar como sociedad alguna respuesta.

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