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Paraguay estaba cerrado a cal y canto, a espada y espanto. Había una sola voluntad. Una sola verdad. La del Dictador Supremo. La del Karai Guasu. La del espectro que en sus paseos vespertinos, como un centauro tenebroso, silente y magnánimo, hacía cerrar sin emitir sonido puertas, ventanas, celosías, bocas, odios y hasta amores. De esos paseos solo eran testigos las calles polvorientas y el sol de fuego que hacía proyectar una sombra que se extiende aún 185 años después sobre esta isla en medio de la tierra.
El 20 de setiembre de 1840 lo que no lograron los porteñistas, los españolistas, los bandeirantes, los patriotas, los vendepatrias, los amigos y los enemigos, los tirios y troyanos: esa muerte añorada por tantos vivos y más muertos, sí pudo finalmente concretarse por un derrame cerebral, una apoplejía, una vena que reventó en esa cabeza republicana y plebeya con ínfulas de emperador. Él, El Supremo había muerto a las 13:10 de ese domingo de hace 185 años. Irónico, un devoto ateo falleció en el día del Señor. Murió José Gaspar Rodríguez de Francia, el hombre. Pero la leyenda no se fue con él. Es más, creció, se agigantó. Se transformó en un fantasma que deambula en su paseo sempiterno y cada uno le pone el ropaje que mejor le queda a sus propias intenciones. El Padre de la Patria, el Tirano, la raíz de nuestros males o el Salvador de la Integridad Patria.
Como todo en su vida, su muerte fue una declaración de principios, un acto político, la última afrenta a los enemigos y el último regalo a los amigos (o mejor, a los subordinados, pues el Karai Guasu no tiene ni tendrá amigos, solo marionetas condenados a sus designios). Su fallecimiento tuvo mucha similitud con el de otro tirano –allí la coincidencia es plena–, Joseph Stalin. También fue víctima de un derrame cerebral y también a los 74 años. Pero no paran ahí las coincidencias: el taimado georgiano agonizó en su dacha por horas y no fue asistido porque nadie se atrevía a entrar en sus aposentos. Cuando se atrevieron a ingresar ya era tarde. Ya la implacable guadaña igualitaria hizo su trabajo. Sin embargo, una cosa es su deceso de hecho y otra muy distinta su muerte oficial. Varios días después, la Unión Soviética dio a conocer el destino inevitable de su líder. Algo parecido ocurrió con José Gaspar. Empero, las diferencias entre el Hombre de Acero (tal el significado de Stalin) y el Supremo acaban ahí. El destino de los restos de ambos fue muy distinto. Uno fue embalsamado y expuesto como un héroe, maldito, pero héroe al fin. El otro no pudo con su afán de fantasma y sus huesos siguen desaparecidos, sepultados en los marasmos de nuestra historia. Pero sobre eso hablamos en el apartado de esta página.
La muerte oficial de Rodríguez de Francia tardó en llegar. De hecho y derecho, tal como cuenta Efraín Cardozo en Paraguay Independiente, estuvimos gobernados por cuatro días por un muerto real que aún no tenía su deceso oficial. Por cierto, nuestra historia está plagada de dirigentes vivos que tuvieron menos impacto que el cadáver que nos gobernó cuatro días.
Efraín Cardozo así cuenta en la obra citada: “El doctor Francia murió… a los setenta y cuatro años de edad. Apenas se supo la noticia de su muerte, parte del pueblo prorrumpió en llanto, pero otros salieron a la calle gritando: “El tirano ha muerto y ha acabado la tiranía”. Hubo conatos de motín hasta que se impusieron las tropas. Solo cuatro días después se confirmó al pueblo la noticia de la desaparición del Supremo”.
Lo de “confirmación al pueblo” no era un eufemismo. El Supremo tenía su fuerza en el interior del país en nombre de “paz y prosperidad” (si les suena es porque otros dictadores también se apropiaron del manido eslogan) que había instaurado y que no era poca cosa por las constantes invasiones fronterizas que supo frenar. Por eso se debía ser prudentes en hacer totalmente pública la información para evitar soliviantamientos sociales. Como no dejó herederos, el fiel de fechos (el avivado secretario personal) quiso hacerse con el poder, pero un desafortunado ahorcamiento en prisión frustró por siempre su deseo. Como Francia resumía en sí mismo todo el poder, en el Ejército la oficialidad estaba compuesta por unos cuantos mandos medios. Tras ellos estaba Carlos Antonio López, que gracias a un oportuno auto-ostracismo había sobrevivido al régimen. Entre la milicia y el futuro primer presidente constitucional, una constitucionalidad que él mismo armó para beneficio propio y de su familia, (no hay nada nuevo en el corazón ardiente de Sudamérica) se fraguó la transición incruenta. Con la salvedad, como cita Cardozo, de que expresamente se prohíbe de que se hable para bien o para mal de Francia.
Hay una virtud dudosa de nuestros líderes más conspicuos y totalitarios. Son omnipresentes; es decir, están en todas partes. Vivos o muertos, rigen por acto reflejo los designios patrios. Otros líderes, como el dictador Alfredo Stroessner, gobernaron también in absentia. El “es orden del General” era una palabra sagrada fuera de toda constatación posible si no querías fallecer en el intento. Y eso permeó en todos los niveles. Incluso, se proyecta a otros karai guasu del mundo público y privado. La política actual también abreva de la misma fuente.
Hace justo 185 años el Supremo estaba vivo y muerto en el mismo espacio y tiempo. Y así gobernó. Un milagro político. Sus restos aún mantenían un aura distante y majestuoso. La ira aún no se atrevía a profanarlos. Así lo cuenta el mismo Francia en las páginas de Yo El Supremo, de Augusto Roa Bastos: “Yo, en cambio, absolutamente inmóvil. Beneficiario de una muerte incierta, les enseño mortificación con el ejemplo. Desde el mediodía yazgo de través en la cama, la cabeza colgando hacia el suelo. En el recuadro de la ventana aparecen medrosamente las figuras invertidas de Patiño y los comandantes. El ex fiel de fechos empuña ahora, no la pluma, sino una pértiga de takuara. Empieza a remover mi cuerpo no para comunicarle vida sino para comprobar que está muerto. Empujado por el palo me siento boyar en las aguas estigiales-vestigiales… ¿Quién me puede detener ahora? La mano póstuma se aferra a la punta del palo. Medio muerto del susto, el ex amanuense lo suelta. Hemos trazado el último signo”.
Más allá de sus logros políticos y sus desmanes tiránicos, el Supremo es causa y efecto de una larga y lastimosa tradición paraguaya: los predestinados. El personalismo político es una de nuestras más lamentables rémoras. Es nuestra mayor tara política. Nuestro defecto seminal. Este se erige incólume desde los albores de nuestro país hasta el presente y si no hay cambios significativos se puede mantener en el futuro. Carlos Antonio López (él abiertamente hablaba del “poder fuerte” encarnado en su figura), el Mariscal López, Morínigo, el otro Mariscal, Estigarribia (su muerte pudo habernos librado de otro unicato). Franco, Stroessner, Lino Oviedo y un prócer actual por todos conocidos. No hay corriente política que no se libre de esto. De izquierda a derecha, de centro a los extremos, siempre buscamos al elegido sospechable, al mesías improbable. Superar a los predestinados –por cierto, autoproclamados la mayoría de ellos– es el gran desafío de nuestro presente y, sobre todo, de nuestro futuro. De supremos y reconstructores patrios ya tuvimos bastante.