En 2013 el médico Rogelio Goiburú participaba de las excavaciones que, desde varios años antes, se realizaban en el predio de la Agrupación Especializada en busca de los cuerpos de los desaparecidos políticos sepultados allí. Esta tozuda cruzada personal, sostenida con un escuálido presupuesto, había logrado hallar decenas de restos óseos, pero el cuerpo que más interesaba a Rogelio, el de su propio padre, Agustín Goiburú, no había sido identificado.
Esta vez sus esperanzas de encontrarlo eran mayores, pues cuando Fernando Lugo llegó al poder, se le había autorizado hacer algo vedado en los gobiernos anteriores: Permitir que antiguos funcionarios y policías entraran al cuartel con su identidad protegida para colaborar con la búsqueda. Igual, no era una tarea fácil: La fisonomía de la enorme propiedad había cambiado con el paso de los años y aquellos sepultureros improvisados enterraban nocturnamente cadáveres desconocidos. Aun así, fue posible definir un área donde podría estar Agustín y allí se hicieron numerosos fosos semejantes a trincheras paralelas.
Un día, la pala de uno de los miembros del equipo produjo el ruido característico de un hueso rompiéndose. Ante la aparición de un esqueleto, el corazón de Rogelio se estrujó. ¿Sería ese su padre? Muy pronto, descubrió que no podía ser, pues eran dos esqueletos dispuestos en cruz. Los huesos fueron enviados a un laboratorio del Equipo Argentino de Antropología Forense que los identificó mediante ADN comparado con muestras de familiares de desaparecidos. Fueron los primeros restos de víctimas del Plan Cóndor individualizados en Paraguay.
Se trataba de Rafaella Filipazzi y José Potenza. La primera era italiana de nacimiento, pero radicada en Argentina a poco de nacer. José trabajaba en la Biblioteca del Congreso Nacional en Buenos Aires y, además, era músico. Ambos eran militantes de izquierda.
En octubre de 1976, luego del golpe militar y el inicio de la represión masiva en dicho país, viajaron al Paraguay, pero tiempo después fueron deportados a la Argentina. En esa ocasión, no fueron apresados y volvieron a buscar refugio, esta vez en Montevideo. En mayo de 1977, una comisión conjunta de agentes paraguayos y uruguayos los secuestró en el Hotel Hermitage. La operación fue coordinada por el marino Jorge Tróccoli, quien se encargó de llevarlos a un centro clandestino de detención, donde fueron torturados. El 8 de junio de 1977 fueron embarcados en un vuelo comercial a Asunción, escoltados por dos oficiales de la Policía política de la dictadura Stroessner. En el juicio a Tróccoli se comprobó que los asientos de los represores y los presos eran contiguos, lo que confirma la coordinación. Además, hay testigos que los vieron en el Departamento de Investigaciones.
¿Por qué fueron asesinados aquí? Es un punto que no queda claro. Podría responder a una lógica criminal propia de las dictaduras que integraron el Plan Cóndor. Deslocalizar el crimen, borrar evidencias. Paraguay ofrecía el terreno para la impunidad total. ¿O tendría la dictadura de Stroessner sus propios motivos para traerlos de Montevideo e interrogarlos aquí?
Como sea, el caso del militar Tróccoli es la quinta esencia del Plan Cóndor. Era un torturador que cumplía el rol de enlace con la siniestra Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) de Argentina. Se fugó del Uruguay en 2007 al ser investigado en una causa judicial. Se refugió en Italia, valiéndose de su doble nacionalidad. Solo que se olvidó que Rafaella, una de sus víctimas, también era italiana. Y la Justicia italiana no es tan complaciente como lo era, en la época, la uruguaya. Hace unos días en el llamado megajuicio del Plan Cóndor fue condenado a dos cadenas perpetuas. Si se hubiera quedado en Uruguay probablemente se habría beneficiado de la Ley de Caducidad. Es decir, saltó de la sartén al fuego.
Italia hizo justicia. En Paraguay, el eco de la sentencia fue un susurro apenas audible. Ese es el motivo por el que cuento esta curiosa historia. Demuestra el más absoluto desinterés paraguayo por investigar dos asesinatos producidos por el Estado.