23 dic. 2025

Rob Reiner: Una actitud esencial

Entre 1984 y 1992, Rob Reiner hizo películas inteligentes y muy populares. Algunas de ellas siguen y seguirán envejeciendo bien, gozando de la embelesada atención del público. Sobre todo, The Spinal Tap, Stand by me, The Princes Bride, When Harry Met Sally, Misery y A few Good Man. De ellas, solo Stand by me y The Princess Bride no las había visto hasta este año. Es extraño; el resto de las citadas las vi en los años noventa, pero las que incluyen un mundo que coincidía más con el mío a principios de aquella década eran las únicas que desconocía hasta ahora. Muy poco antes de la muerte del director y de su esposa, asesinados en Los Angeles, saldé estas deudas que todavía tengo tibias en la memoria.

Stand by me es una película memorable y revisitible como lo son las otras.

La vi con mi hijo, quien tiene la edad de los protagonistas. Son cuatro adolescentes de Oregon que salen a la aventura de buscar a otro adolescente perdido del que sospechan que está muerto. Lo que encuentran es, por supuesto, la pérdida de la inocencia, pero también un vínculo más fuerte entre ellos y, por ende, más doloroso. Está basada en un cuento de Stephen King. Reiner filmó dos películas (y produjo otras tantas) sobre historias de King. Se podía jactar como pocos de una efectividad artística y de entretenimiento con sus versiones fílmicas de la literatura del autor de Misery. Como Sidney Lumet en el campo del drama, Reiner no era un “autor” de cine, sino un muy buen artífice de la comedia específicamente norteamericana, esa que revivió magníficamente en los 80 y 90 especialmente con escritoras y directoras como Nora Ephron (Sleepless in Seattle), Amy Heckerling (Fast Times at Ridgemont High) y Penny Marshall (Big), con quien Reiner estuvo casado diez años. Antes que ellas filmó una directora y fantástica actriz cómica, Elaine May (The Heartbreak Kid).

Cuando terminamos de ver una película, en el cine o en casa, le pregunto a mi hijo su calificación del 1 a 10. Stand by me obtuvo un raro 9.

The princess bride la vi solo. El cine norteamericano suele ser tan poco cervantino (solo Arthur Penn, que yo sepa, lleva consigo la adarga quijotesca), que el manido recurso de la lectura dentro de la lectura que encontramos en la película de Reiner nos resulta extrañamente placentero. Un abuelo que lee a su escéptico nieto de la era de la televisión una entretenida novela de aventuras que es la película que vemos vuelve a funcionar, como funcionan siempre las historias contadas alrededor de un fogón, desde que el mundo es mundo. Como en The neverending story, en The Princess Bride hay interrupciones de la historia principal para volver a la época contemporánea con el abuelo y el nieto. Pero a diferencia de la película basada en el libro de Michael Ende, en el que el lector es un niño solitario, en la de Reiner el surgimiento del otro que escucha la lectura da paso al concepto básico mismo de crítica: Una interpretación de lo que se lee bajo la forma del comentario.

Rainer no tenía una factura específicamente propia, como la tenía un Lubitsch o un Capra, pero es uno de los últimos hacedores en un sentido clásico del término: Un animal de cine a la manera de los estudios de la Época Dorada, un conocedor de la historia de su arte y de sus procesos internos, un hábil contador que, sin embargo, sabía preponderar a los personajes sobre el relato. De hecho, son esos personajes memorables, muy a menudo en escenas disruptivas, los que se quedan con nosotros antes que la fábula que encarnan: Una especie de actitud esencial ante la vida, en general algo apesadumbrada, pero finalmente esperanzadora. La muerte violenta de Rainer, al parecer degollado por su propio hijo, no tiene ningún precedente en su obra cinematográfica. Aunque hizo películas en donde la violencia estaba presente (en A few Good Man se parte de un asesinato), no fue para nada un cineasta de la profusión de la sangre como se acostumbró en los años 90. En este sentido también es un absurdo su muerte a los 78 años.

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