Si bien el déficit en los ámbitos más prioritarios es reflejado en los medios y redes sociales, se desdibuja recurrentemente en la discusión sobre cómo mejorar los servicios públicos cuando aparece de nuevo el debate bizantino en torno a las medidas desde el exterior que afectan solo a los negocios de uno o algunos referentes del poder real en el país, y la atención casi generalizada se centra en su culpabilidad o inocencia, dependiendo de la arista con que se observe y, casi seguro, de los recursos que se distribuyan para la defensa del indefendible.
Mientras, la oleada de manifestaciones, notas, amenazas de paro y resquebrajamiento en el entramado de las personas de a pie se incrementa paulatinamente, sin posibilidad de respuesta adecuada desde las altas esferas del Estado, incapaz de gestionar los dividendos necesarios para paliar con más énfasis la contención de la bronca masiva. Desde los organismos públicos solo se estila tapar baches, sin grandes cambios.
Podemos iniciar con el triste derrotero de los pacientes oncológicos, que precisan irremediablemente de medicamentos cotidianos para sostener su esperanza, y que son ninguneados por los responsables del área; y extendamos los tentáculos al sistema de salud, para encontrarnos con hospitales públicos llenos de angustia y vacíos de posibilidad de atención correcta y decente.
En el sistema previsional el panorama no cambia tanto, plagado de corrupción sistemática y con el juego perverso de los dimes y diretes entre sus principales directivos acerca de cómo debe administrarse el elefante blanco llamado Instituto de Previsión Social, que de aquí a diez años terminará por colapsar completamente si no hay un golpe de timón en beneficio de los sectores que aportan para su sustento: los trabajadores formales. Los informales cargan con su propia cruz, aún más pesada. Como el flagelo es sistemático cuando ataca a la sociedad, saltemos al ámbito de la educación, que no escapa del infortunio, no solo a través del engendro del proyecto Hambre Cero, surgido de directrices entre cuatro paredes y con objetivos lejanos al beneficio real de los niños y niñas que dependen, para no desmayar, de un plato de comida en la escuela; sino también del errante destino de jóvenes egresados del sistema educativo sin los mínimos conocimientos para la vida, apenas memoristas y carentes de idoneidad para el mundo actual.
Sumada a los anteriores escenarios de deterioro, aparecen la pobre infraestructura que aún brinda el país, la conectividad endeble y el transporte público que responde a una mafia empresarial con las armas aún certeras para manipular a las autoridades. Asistimos así a un cóctel de cachetadas dolorosas para una ya sufrida población, puesto que no se vislumbran mejoras ni a mediano plazo. El tren de cercanías, una quimera más; el metrobus inexistente y los buses chatarra que siguen circulando dan la pauta de ello.
La inseguridad creciente se apunta como otro nefasto ítem. Hoy vos, mañana puede que yo: Esa es la constante al salir a la calle y saber que la indefensión reina campante, como si no hubiera ya demasiados dramas que atender en la vida de cualquiera, violencia cotidiana de por medio.
¿A quién hacer creer que los intríngulis comerciales de un acaudalado empresario son más importantes que las políticas de Estado y la atención hacia los más necesitados? Al perderse el foco de lo primordial, se cae siempre en el relato que quieren instaurar desde el poder, pero millones de almas están anhelantes de un destino mejor, ajenas a tabacaleras o paraísos fiscales.
Sin mayor inversión en capital social, nos espera un callejón sin salida y se multiplicarán los parias y enfermos sin capacidad de salir adelante, esclavos del perverso juego de los patrones de turno.