Orlando Arévalo y su esposa Carolina González renunciaron de manera “definitiva e irrevocable” a Honor Colorado. Quien manejaba los hilos del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados salió dando un portazo a la puerta de atrás, al descubrir que la protección cartista tiene fecha de vencimiento. Es que, para el “Comando”, la imputación por presunta coima y su vinculación con el fallecido Lalo Gomes empezaba a tener un costo demasiado alto. De a poco, Arévalo descubrió que le habían soltado la mano.
Es curioso que estas cosas, que antes no pasaban en el cartismo, se volvieran frecuentes. Hace poco se mandaron mudar los senadores Carlos Núñez, Alfonso Noria y Erico Galeano, manifestando que estaban “cansados de recibir órdenes” de una cúpula cerrada. Si a ellos sumamos la reciente expulsión de la trashumante Yamy Nal, hay quienes hablan de una fractura que debilita la mayoría automática del oficialismo en la Cámara Alta.
Sin embargo, puede tratarse de una falsa impresión. A lo mejor, lo que parece una fragmentación de Honor Colorado tras un periodo de hegemonía casi absoluta, no es más que la acción de colorados siendo colorados. Así como el “abrazo republicano” muchas veces funciona como un sistema de lavandería política, las violentas rupturas suelen ser afiladas estratagemas de supervivencia. Cuando el gobierno mete la pata y la ciudadanía espera que un opositor real lo denuncie, se adelanta un colorado disidente que grita más fuerte y ocupa la tapa de los diarios. Luego, tras un café en el quincho, lo vemos abrazándose con su “verdugo”.
En la ANR, las palabras son ingrávidas, no implican compromisos, son solo munición de fogueo. Cuando un colorado llama a otro “ladrón”, “narcotraficante” o “dictador” no está haciendo una denuncia ética, está marcando territorio. Fíjese, cómo Nicanor Duarte Frutos o Juan Carlos Galaverna no tienen problemas en posar exultantes al lado de Horacio Cartes luego de haberlo acusado de los crímenes más deleznables. Son colorados paradigmáticos. La coherencia es un lujo que no pueden permitirse, frente a la urgencia de mantener el control del aparato estatal, el único puerto seguro.
Los verdaderos motivos de estas fugas no son más que la subsistencia política. El “Comando” decide a quién salvar y a quién desamparar ante procesos judiciales. Ante la evidencia de abandono, el prójimo en cuestión entra en pánico y prefiere ser independiente antes que terminar como pieza de sacrificio en el tablero del patrón. No es que haya tenido una epifanía democrática; se percató que el cartismo aprendió que no puede blindar a todos. No saber elegir a quién salvar, le ha costado derrotas electorales. El fugado, por su parte, aprendió que un voto rebelde en el Congreso vale mucho más que una lealtad silenciosa que nadie agradece.
Hay colorados “disidentes”, pero algunos de ellos no lo son necesariamente por principios. La disidencia puede responder a un simple cálculo que revaloriza su valor de mercado. Callado en la bancada, es un soldado más. Si se va y critica al “patrón” puede convertirse en un voto precioso con el que hay que negociar. Habrá “retorno” si el precio ofrecido –cargos, impunidad o dinero– alcanza la ambición del desertor.
Los criterios para proteger o “soltar” obedecen a pautas precisas. La protección no es para quién la necesita, sino para quién todavía es útil en la pizarra de votos y recaudaciones. De acuerdo a esto, el caso de Eddie Jara, el “zar de Petropar”, y su novia, la diputada Johana Vega, se vuelve intrigante. Luego del demoledor informe de la Contraloría, no sería de extrañar que también ellos se conviertan en “disidentes”. El año que viene sabremos si la suma de todos los senadores “no cartistas” consigue ser una “nueva mayoría”.
Por el momento, no se tome estos escapes demasiado en serio. No son el fin de nada, sino el inicio de una nueva subasta donde los que salen solo esperan mejorar su precio de mercado. No olvide que, muchas veces, salir del movimiento oficialista es como poner un aviso clasificado: “Voto decisivo busca nuevo dueño”.