03 ago. 2025

Un paro más…

–¿Se va a hacer la huelga? –preguntó una compañera de trabajo con un tono de resignación.

–No sé. Son tantos años y años de huelgas del transporte público que ya no sé si finalmente la harán o si todo quedará, una vez más, en amenazas –le respondí, con una mezcla de escepticismo y hartazgo.

Los anuncios de huelga o paro en el transporte público son una constante en los últimos años. Incluso, la que se prevé para el lunes 21 de julio por un plazo de 72 horas, que se anuncia en medio de las intenciones del Gobierno Nacional de “una reformar del transporte público”, cuyo borrador del proyecto de ley aún no se presentó al Congreso Nacional.

Entonces, estos anuncios de paro se convirtieron en los últimos años en una suerte de cháke mediático: un mensaje de advertencia al Estado y, de paso, un castigo anticipado para los usuarios.

Sí, esos mismos usuarios que no tienen opción y dependen de este servicio para llegar a sus trabajos, a sus estudios, a sus obligaciones diarias.

Porque hay que decirlo claramente: estas huelgas, en lugar de ser una reivindicación de derechos laborales o mejoras en el servicio, son en realidad una forma de presión de los empresarios del transporte, quienes piden –exigen– subsidio, subsidio y más subsidio.

Este, es un servicio que se llama “público”, pero que funciona con lógica privada y se financia con dinero estatal. ¡Qué ironía!

Pero más allá de la huelga y sus implicancias, quiero detenerme hoy en algo que nos afecta todos los días: el servicio cotidiano del transporte, ese que se supone “público”, pero que de público solo tiene el nombre.

En la práctica, es un servicio privado, deficiente, excluyente y absolutamente desconectado de las verdaderas necesidades de los trabajadores.

Las reguladas –ese término con el que se justifica la reducción de buses en circulación– son el pan de cada día. Y aunque los transportistas lo nieguen, cualquiera que use el transporte lo sabe: esperar una hora en la parada no es la excepción, es la regla cada día.

Durante la semana es una odisea. Los fines de semana directamente no hay servicio. Las calles se convierten en desiertos y quienes deben trabajar simplemente quedan a la deriva y a la “suerte”.

Es profundamente injusto que un servicio público maneje a su antojo el tiempo y la vida de miles de trabajadores, trabajadoras, estudiantes, usuarios y usuarias que pasan horas y horas en buses repletos, soportando largas esperas, aglomeraciones, incomodidades y un estrés constante.

Todo esto tiene un costo, ya sea en la salud física, en la salud mental, en la calidad de vida de las personas.

Mientras tanto, los empresarios reclaman pagos, subsidios y más subsidios.

La realidad es que lo que tenemos es un transporte deficiente, excluyente y nada digno. Y la historia se repite mes tras mes, año tras año, sin que haya voluntad real de transformación.

Lo único claro es que las reguladas, la escasa disponibilidad de buses y el deterioro del servicio se agudizan con el paso del tiempo.

Y mientras tanto, nosotros, los ciudadanos y ciudadanas, seguimos esperando. Esperando soluciones por parte de quienes tienen en sus manos la posibilidad de mejorar esta situación.

Es hora de que el Estado asuma, de una vez por todas, la responsabilidad de garantizar un servicio público de transporte digno, accesible, eficiente y seguro.

Porque no se trata solo de mover personas de un lugar a otro: se trata de garantizar derechos, de cuidar el tiempo, la salud y la vida de quienes todos los días salen a trabajar.

La deuda es histórica. La solución, urgente. Y la dignidad, innegociable.

Ante este panorama tan repetitivo y que es un buche constante es importante hacernos las siguientes preguntas: ¿Qué podemos hacer cómo usuarios para exigir al Estado un transporte eficiente? ¿Qué nos queda? ¿Qué hace falta para que realmente el Estado atienda una necesidad postergada de hace años?

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