Al momento de casi llegar a los 136 años de aquel decimonónico hito fundacional de la Universidad Nacional de Asunción (UNA), un 24 de setiembre de 1889, cabe la reflexión sobre el imperioso rol que desempeña cualquier centro de altos estudios en una sociedad, para la generación de ideas y acciones que brinden al entorno posibilidades de escalar y que ayuden a una mejor calidad de vida.
Poco de ello se siente en el ámbito universitario actual de Paraguay y otras latitudes donde escasean los recursos, donde los presupuestos son siempre los mismos y no se priorizan las áreas investigativas.
El claustro universitario y su extensión a la sociedad activa, mediante investigaciones y propuestas de hipótesis que deben ser contrastadas en el campo de acción, se constituyen -en cualquier entorno actual– en bastiones de conocimiento y pensamiento, que debieran en teoría servir de marco referencial para las transformaciones y con el fin de contrarrestar proyectos alienizantes que homogenizan la mirada y las aristas frente a los fenómenos de la vida.
La autonomía misma de la Universidad le confiere ese protagonismo, como faro de luz frente al oscurantismo amenazante y que revierta los conceptos últimamente muy en boga, enarbolados tristemente hasta por el actual primer mandatario, Santiago Peña, cuando en campaña política defendió demagógicamente la afiliación partidaria que permite acceder a estamentos laborales, mientras desdeñó el sacrificio de quienes, honestamente, se queman las pestañas para alcanzar el título anhelado y desempeñar una disciplina u oficio acorde a sus capacidades.
Esa oleada de predilección hacia una adhesión incondicional, antes que enriquecer el entorno con propuestas de disenso, se perpetúa desde tiempos de dictadura, cuando tan solo pensar ya era un acto prohibido y revolucionario, y no cuadraba en el esquema de obediencia imperante.
Por eso, cuando se gestaron –ya durante el proceso democrático posterior– los movimientos y las campañas de “UNA no te calles”, se sintió ebullir la flama de libertad y de conciencia de parte de los estudiantes, frente a los desmanes de que era objeto el principal referente de los altos estudios del país, la corrupción imperante y las prácticas deshonestas del funcionariado en el Campus Universitario y sus filiales.
Más allá de ese periodo, en que hasta la Justicia tuvo que apuntar fino y procesar a los sospechosos de la rosca corrupta en la UNA, el acompañamiento de esta institución frente a los avatares del destino parece que continúa tal como siempre lo fue: Un silencio atemorizante, mínimos niveles de impacto en los cambios sociales, poco aporte al pensamiento y lejos aún de pergeñar los famosos think thanks, que en países desarrollados influyen en las altas decisiones sociopolíticas.
En general, el formato replicado en los centros educativos dependientes de la principal universidad paraguaya, es de mera repetición de modelos, asimilación pasiva de conocimientos ya establecidos, cumplimiento de ciclos eternos y ritos meramente formales, sin romper esquemas ni animarse al riesgo de constituirse en voz científica para demostrar hechos e intentar las transformaciones necesarias, frente al ámbito de desigualdad y déficit en varios campos y entornos.
Si agregamos el establecimiento de algunas universidades privadas que brindan servicios educativos de dudoso proceder, enfatizando el mero lucro, asistimos a un cóctel de profunda tergiversación en los fines académicos al no lanzar a la sociedad ciudadanos capacitados para las áreas en las que han estudiado, ni qué decir de las debilitadas facultades investigativas: Todo es por el mero propósito de conseguir el cartoncito habilitante.
El drama universitario es central y transversal a cualquier otro, ya que de su claustro debe surgir siempre el ímpetu de arrojar claridad y disrupción frente a un ámbito que solo perpetua el statu quo.