El periplo arrancó en Roma donde embarcamos en el avión del Papa. El hombre viajaba en los primeros asientos, luego estaba su comitiva protocolar y de seguridad y al fondo nosotros, camarógrafos y periodistas. La idea que nos hicimos de que podríamos acercarnos y arrancarle alguna declaración explosiva se diluyó pronto. Dos mil años de férrea disciplina ceremonial hacían casi imposible aproximarse al Santo Padre.
La frustración se hizo más llevadera gracias al almuerzo que nos sirvieron, un surtido que estaba en las antípodas de la tradicional comida de avión, una selección de embutidos, quesos y vinos provenientes de monasterios y abadías de todo el mundo. Imposible no incurrir en el pecado de la gula.
Estábamos ya en plena somnolencia digestiva cuando nos llegó cierto tumulto desde la cabina. Contra todo protocolo, Bergoglio se levantó y decidió saludar personalmente a sus acompañantes de vuelo, uno por uno.
Era un hola, ¿quién sos? ¿de dónde? Los primeros estaban tan sorprendidos que respondían con un tono casi marcial. A medida que avanzaba y el hielo protocolar se hacía trizas el ambiente se fue distendiendo. Una colega boliviana algo más atrevida le pidió hacerse una selfi. Francisco tomó su teléfono y sacó la foto. Yo estaba casi al final de los asientos, con la corbata desatada y en mangas de camisa. Olvidé todo lo que me habían recomendado en cuanto a etiqueta. Estreché la mano que me extendió, me presenté y él sonrió y respondió con un sencillo “Hola, Luis, un gusto”. Y yo pensé, caramba, es nada menos que la cabeza de una de las instituciones más antiguas y poderosas del planeta... Y mi única impresión es que parece un buen tipo, buena gente.
En los siguientes días solo lo pudimos ver de lejos. Estuvimos en Quito y Guayaquil, en Ecuador; de allí fuimos al Alto y luego a Santa Cruz, en Bolivia, y finalmente llegamos a Paraguay.
La jornada había sido sencillamente agotadora. Nos preguntábamos cuál era el secreto de aquel hombre de más de 70 años que seguía entero mientras los demás estábamos hecho polvo.
Durante ese periplo, Francisco habló, entre otras cosas, de la importancia de las familias en general y no solo de las tradicionales, y de la obligación de la Iglesia de abrir sus puertas a los marginados de toda índole, económica o social. En ningún momento hizo el discurso doctrinario que muchos esperaban; era más bien la predica sencilla de un cura de barrio.
Ya en el vuelo de regreso a Roma hubo otro breve momento para una ronda de preguntas. Lamentablemente, éramos demasiados periodistas. Se improvisó un sorteo y quedé sin posibilidad de formular las mías. Me encantaría saber cómo hace para mantenerse en pie, dijo alguien cuando el hombre ya se iba. Giró, nos miró socarronamente y respondió: “No insistan, no les voy a decir dónde conseguir la droga”. Un cura de barrio y un porteño con sentido del humor, pensé.
En los años siguientes seguí su papado con interés. Declaraciones que se salían del protocolo, permanentes gestos de empatía, de conexión con sus fieles. Es difícil decir cuánto pudo cambiar en una institución naturalmente conservadora como la Iglesia de Roma, pero es imposible negar que hizo un esfuerzo titánico por conseguirlo.
A casi una década de aquella experiencia siento que mi primera impresión era la correcta. Murió un buen tipo... Y un ser humano extraordinario.