La vida es a veces dramática y satírica a la vez. Es la idea que, con varios matices, fue desarrollando la serie Succession, de HBO-Max, en la que el autor y productor británico Jesse David Armstrong y su acertado elenco retrataron a una familia multimillonaria estadounidense poseedora de empresas de Medios de Comunicación y otras áreas de entretenimiento a nivel global. Ricos, poderosos, audaces, caprichosos, tramposos, también infelices. La sucesión de las empresas saca afuera el estilo de crianza, los traumas, las luchas personales y corporativas, las incertidumbres, la desconfianza, las enormes mentiras en las que se mueven muchas personas detrás de cámaras. Y no es para engañarse, la vida es dura, pero ¿gana siempre el mejor? La sola idea del mérito trae detrás la conciencia del bien, pero si se renuncia a esto tan humano, para alcanzar el éxito, ¿qué queda?... El final es crudo, despojado de moralejas, difícil de digerir para quienes buscan un cine que dulcifica para seguir vendiendo.
De alguna manera, este tema es reiterativo y actual, la generación que lucha por alcanzar un éxito, en este caso, de forma brutal y obsesiva, y logra cierto bienestar, se ve en la necesidad de heredar su emprendimiento y experiencia, quizás sus sueños o deseos, quizás solo la impositiva orden de seguir lo que le parece imposible dejar de lado en la siguiente generación.
El padre, en este caso, resulta atractivo y aterrador al mismo tiempo. Porque el bienestar material que tanto sabe conquistar no siempre va aparejado del equilibrio emocional y la paz que anhela el corazón. ¿Qué pueden hacer los hijos? ¿Desechar todo y volver a empezar de cero, aprovechar solo parte de la experiencia y crear, seguir de pie juntillas su estilo educativo? ¿Y para qué?
La alegoría no solo sirve para el mundo empresarial o familiar, también es cultural. Los apetitos de la carne, por decirlo así, la avaricia, la codicia, el deseo desmedido de poder… mueven muchos actos humanos, a pesar de las apariencias. Sobre todo, cuando se censura el sentido de trascendencia, cuando se anula todo lo que puede hacernos “vulnerables”, pero a la vez altruistas… y ¿qué sociedad creamos con el materialismo, el individualismo, el pragmatismo y el voluntarismo como guías del timón del barco?
Además, no hay que olvidar que el mal, objetivamente, degrada más y más. El alimento educativo, cuando se lo recibió en mal estado, se puede pudrir y contaminarlo todo hasta llegar al límite, a la nada, al caos, al sinsentido y al final, a la autodestrucción violenta. Sí, detrás del cinismo inicial, de la sorna, se esconden la violencia y el dolor, la deshumanización.
Al contrario de esas sociedades supuestamente avanzadas retratadas con crudeza, la nuestra tiene los límites a la vista, los fracasos a la vista, sobre todo si lo vemos desde una gran ignorancia de nuestra tradición cultural y la manipulación que se ha hecho de nuestra rica historia para acomplejarnos. Y a muchos jóvenes les tienta renunciar a lo que consideran inferior en términos culturales, para seguir el camino que los cínicos muestran como de éxito. Cuidado, pueden entrenarnos en sus universidades, en sus corporaciones y transmitir sus mentiras en proyectos altisonantes de transformación cultural… solo nos piden renunciar a las búsquedas esenciales, dejar de lado las preguntas últimas sobre el sentido. Y resignarse a aquello que Maquiavelo aconseja de soslayo en el capítulo 15 de su obra El príncipe: El fin justifica los medios. ¿A qué precio?
Sobre este punto creo que vale mucho la pena el análisis que hace el doctor Mario Ramos Reyes desde diversas perspectivas en sus obras Filosofía para tiempos misteriosos, La nostalgia de una nueva cristiandad y En busca de la República: ensayos de un transterrado (editora Intercontinental), una trilogía que aborda de forma muy interesante el desafiante tema del cambio de época en la que vivimos y las vías de supervivencia para las nuevas generaciones.
Estamos invitados a ser protagonistas, en cualquier circunstancia en que nos encontremos, en esta histórica sucesión.