Para este cronista, en el fuero de lo íntimo resulta irónico que durante los últimos días haya recibido, en las redes sociales, acusaciones de antisemitismo (a raíz de la publicación de la newsletter de ÚH Peskamboi, con el título “Bajo ataque en Gaza” esta semana), al mismo tiempo que haya estado escuchando fervorosa y teológicamente en las mañanas, desde hace unas cuantas semanas, la ópera en dos actos Moisés y Aarón del compositor judío austriaco Arnold Schönberg. No se necesita más que un grado medio de sensibilidad de oído para quedar atrapado en la profundidad sonora de Moisés y Aarón, en la obscura y trágica belleza de su canto alemán, en la demasiado reconocible historia de los hermanos bíblicos.
No tiene importancia aquí que este cronista sea ateo desde hace décadas, pero sí que en la infancia de catecismo de barrio haya escuchado boquiabierto las historias de Éxodo, llenas de personajes épicos, poderosos, terribles, simples, solidarios y magnánimos.
En la historia de los hermanos el menor (Moisés) se comunica directamente con Dios, siendo un líder militar y político, pero fatalmente no puede a su vez comunicar las revelaciones de ese Dios en un lenguaje legible para el pueblo, por lo que necesita de su hermano mayor (Aarón), quien hace de portavoz.
La por momentos aterradora versión de Schönberg, dejada sin acabar hacia 1932 en el contexto de un hostigamiento sistemático y posterior persecución aviesa de judíos por parte de los nazis en Alemania, pone el énfasis en la diferencia que hay entre Moisés y Aarón como líderes y seres humanos, pero también en una unidad dialéctica necesariamente no exenta de contradicciones. Las historias de los hermanos enfrentados existen desde siempre en todas las tradiciones mitológicas y religiosas, pero no conozco otra obra moderna del arte, en todas sus expresiones, con la potencia de Moisés y Aarón.
Comienza el primer acto in media res, con Moisés conversando ardientemente de cosas abstractas y teológicas con la Zarza, en el Monte Sinaí. La Zarza es un coro femenino y masculino de seis voces susurrantes, atronadoras, levemente eróticas. La voz de Moisés es un bajo que linda visiblemente con el habla, pues Moisés no canta, no puede cantar. Aquí Schönberg hecha mano a lo que en alemán se llama en alemán Sprechstimme: Canto declamatorio o, mejor, hablado.
El que canta es Aarón, un tenor alado, quien aparece en la segunda escena del primer acto. Es mi parte preferida. Hay un solo momento en el que la voz de Moisés dejará monologar a la de Aarón, llegando al minuto 4. Allí Aarón se hace una pregunta fundamental de la ópera, en términos teológicos: “Pueblo elegido por el Único, ¿pueden amar lo que no pueden imaginar?”. Y lo que responde Moisés en el acto, con un admonitorio tono sobrehumano (esto pensaba el mismo Schönberg de su Moisés, algo de la misma pasta sobrehumana del Moisés de Miguel Ángel): ¿Puedo? Inimaginable, por invisible;/ por incomprensible;/ por infinito;/ por eterno;/ por omnipresente;/ por omnipotente./ Solo Uno es omnipotente.
Vayan hacia el minuto 4 y segundos para escuchar cómo suena en alemán: Moisés responde implacable como un rapero desafiado, con repeticiones de sílabas, cacofonías. Es el Sprechstimme que prioriza el ritmo y la inflexión del habla sobre la altura musical.
En cualquier caso, Schönberg se iba retratando a sí mismo bajo la textura de estos personajes. En realidad, solo en 1933 (cerca de los sesenta años) volvió a la fe hebrea de su infancia: El año de su salida como director de la Academia de las artes de Prusia por asuntos raciales, de su exilio final a los Estados Unidos hasta su muerte en 1951. Había en él un cierto aliento sionista, casi inevitable en varios músicos, escritores y filósofos de su generación (a izquierda y derecha), pero Moisés y Aarón era más bien para él un asunto teológico-artístico: Una obra sobre cómo comunicar lo incomunicable.
En esto, siempre vence la música. Schönberg lo sabía.