Hace poco más de un año, en este mismo espacio, dediqué unas palabras al primer grado de inversión otorgado a nuestro país por parte de una calificadora internacional. Desde unos días atrás, son dos los grados de inversión para Paraguay. Sin embargo, en una entrevista de ayer, el ministro de Economía reconoció que todavía son necesarias reformas –urgentes, agrego yo– para que el “crecimiento económico se transforme en desarrollo”, como bien lo señalaba un ex ministro, considerado el padre de la macroeconomía paraguaya.
Por lo menos, el jefe de la cartera económica lo reconoce: “Si lo de conseguir el grado de inversión era una maratón, no una carrera de 100 metros, la cuestión del desarrollo del país es un Ironman: Es la maratón, más no sé cuántos kilómetros de bicicleta, más no sé cuántos kilómetros de nadar. O sea, nos falta muchísimo todavía para tener el país que queremos y nos merecemos”.
Un ejemplo de reforma pendiente es la insaciable Caja Fiscal, que se lleva ya más de USD 300 millones de dólares al año, y cuyo proyecto de transformación es anunciado para antes de fin de año. No puede ser que todos los paraguayos estemos pagando de nuestros impuestos este agujero, en lugar de destinar los recursos a otras inversiones.
Tampoco comprendo cómo mejoramos si el Estado debe cientos de millones de dólares al sector privado, pero prefiere patear los pagos porque debe respetarse la convergencia fiscal (esa que vemos en los papeles oficiales). Menos entiendo cómo lo toleran los acreedores. Entonces, recuerdo el caso de Grecia, a fines de la primera década de este siglo, y la crisis financiera de 2008, donde justamente calificadoras internacionales avalaron los créditos de las hipotecas subprime que derivaron en el peor aprieto económico global desde 1929.
En esta tierra guaraní, las cosas no andan tan bien como quieren hacernos creer tantas veces las autoridades de turno. No, señores. Bien lo apuntan otros tantos expertos, pero tampoco hace falta serlo para darse cuenta. El transporte público es pésimo, insufrible (y más en los días de calor); la educación es con base en una reforma del siglo pasado; la seguridad no aumentará solamente con miles de policías más en las calles (por cierto, promocionados con un acto al más puro estilo de las hordas de Sauron, con las disculpas ofrecidas a esos excelentes uniformados que también tenemos; pero no veo actos similares para egresos universitarios, por ejemplo); y los servicios públicos de salud, precarios por donde se los mire.
No vamos a llegar a ser un país más desarrollado con una carga impositiva tan baja. Las fórmulas para alcanzar la meta de un Estado del bienestar ya se inventaron, pero hay que saber asumirlas. Es cierto que con tanto malgasto es difícil presionar a la ciudadanía –especialmente a los que más tienen– para que pague más tributos. Es inconcebible seguir creando cargos en un Estado abarrotado de funcionarios, con tareas prescindibles, en medio de la amenaza de la inteligencia artificial, que obliga a un nuevo pacto social en relación con el empleo.
Además, otro reclamo constante por la falta de más inversiones es la seguridad (inseguridad) jurídica. Y cómo no padecer la injusticia en medio de contubernios secretos entre los poderes Ejecutivo y Judicial, junto con el titular de una agrupación partidaria, en esa trilogía (cual tridente del diantre) nueva apuntaba acertadamente por algunas figuras políticas. Ellos dicen que es normal que se reúnan, claro, ¡pero no de manera oculta!
Finalmente, las calificaciones de riesgo son evaluaciones en cuanto a la capacidad de un país o una empresa de cumplir con obligaciones financieras futuras. Y aquí hay que insistir que no todo es por deuda. Los compromisos –contraídos hasta ahora– los terminarán pagando hijos, nietos y bisnietos, así que paren con eso. Por eso, para mí no hay mucho que celebrar todavía, aunque aplaudo el esfuerzo. Feliz Navidad y próspero Año Nuevo.