03 nov. 2025

Ndajahecháiva

Nos resulta cómodo no recordar que hay algo más allá de Calle Última. Que hay personas cuyas necesidades y derechos básicos se cubren incluso en menor medida que en la capital. Fuera de los problemas que hay en la capital y en la zona metropolitana, hay gente que está viviendo en constante cháke.

Comunidades enteras de campesinos e indígenas duermen con un ojo abierto, con la posibilidad de ser desalojados de sus tierras, casi siempre con el aval y soporte de un Gobierno que asume el rol de protección solo de los empresarios.

En los últimos cinco años, el acceso a la tierra y la vivienda se deterioró tanto que ya ni paramos la oreja para escuchar lo que ocurre y asumir una postura al respecto.

Se cercaron plazas, se cerraron calles, el sector privado invadió el espacio público y, encima, nos parece totalmente normal que el Estado se maneje con jerga empresarial. ¿Y qué es lo que no vemos en la ecuación? O, lo que es igual, ¿qué tiene menos alcance en redes sociales?

Un ejemplo clave se puede encontrar en la palabra destierro. ¿Y dónde comienza?, ¿cómo funciona? La Coordinadora de Derechos Humanos define el desalojo forzoso como “el hecho de hacer salir a personas, familias y/o comunidades de los hogares y/o las tierras que ocupan en forma permanente o provisional, sin ofrecerles medios apropiados de protección legal o de otra índole, ni permitirles su acceso a ellos”.

Datos de la organización Base Investigaciones Sociales indican que, desde diciembre del 2024 hasta el primer trimestre del 2025, se registraron al menos 10 hechos de violencia en contextos de desalojo, a comunidades rurales, tanto campesinas como indígenas.

Lo que tenemos que ver es que ese destierro, que se pretende justificar con el concepto de “invasión de inmuebles”, deja una huella profunda en la vida de la gente. La expulsión forzada de personas conlleva episodios de violencia, destrucción de viviendas, heridos, desaparecidos y hasta muertos.

Desalojos. Para no ir tan lejos, solo basta con recordar el desalojo del asentamiento San Miguel de Maracaná, en Canindeyú.

Varias organizaciones sociales vienen denunciando que la comunidad estaba en amenaza de destierro desde febrero.

El 3 de junio, se concretó, policías y civiles armados obligaron a 250 familias a dejar atrás sus viviendas y sus pertenencias. Invitaron violentamente a salir de unas tierras que habitaban desde hace más de siete años y que, de hecho, se encuentra en proceso de titulación a favor de sus habitantes.

Derribaron todo lo construido en comunidad, como su capilla y su escuela. Dos personas –un civil y un policía– fueron heridas de bala en el proceso y dos habitantes del asentamiento continúan desaparecidos.

Tan solo una semana después, la comunidad indígena Hugua Po’i, del distrito Raúl Arsenio Oviedo de Caaguazú, también se encontró bajo amenaza y, aunque en este caso no se concretó, fue por la acción de sus líderes y de organizaciones de la sociedad civil.

Entonces, queda preguntarnos, ¿cómo debería actuar el Estado? Si usamos como base la reiterada frase de que el derecho a la vida prevalece ante todos los demás, encontramos el argumento más fuerte.

Sin derecho a la vivienda, a la educación, a la salud, al disfrute, ¿cómo se puede vivir dignamente?

Hasta ahora, Paraguay no cuenta con una ley de protección ante desalojos a comunidades campesinas, sino que al contrario, en el 2021, la Ley Zavala-Riera elevó a seis años la pena privativa de libertad por invasión de inmuebles.

Más allá de los números y las leyes están las vidas que no vemos, las comunidades que viven en el miedo, en la intermitencia y en el anhelo de que sus tierras sean de nuevo suyas.

Más allá de Asunción, sigue siendo Paraguay y hay gente y problemáticas que urgen visibilizar y acompañar.

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