06 ago. 2025

Lección política: Cómo destruir una capital

Asunción es una prueba atroz de que el modelo político paraguayo colapsó. La creación de cargos innecesarios para colgar a los operadores, amigos y parientes de la nómina pública; el amaño de licitaciones y concursos para adjudicar a los socios, financistas y correligionarios, y el nombramiento de funcionarios en lugares claves sobre la base de lealtades o de la mera prebenda sin que tengan la menor formación para su ejercicio han llevado a la capital del país a una situación de ruina física y quiebra financiera, con un aparato burocrático tan inútil como grande, una deuda descomunal y una ciudad en decadencia.

Así funciona el modelo y Asunción es la consecuencia. Nuestra capital debe ser por lejos la más fea, disfuncional y sucia del Mercosur. Sus veredas rotas, sus plazas convertidas en territorio de alto riesgo, sus avenidas principales arruinadas por baches o cubiertas de aguas negras son los resultados de tolerar este sistema. Edificios abandonados devenidos en guarida de delincuentes o refugio de adictos, basura, paseos centrales destrozados y una terminal de ómnibus que parece sacada de una película de terror.

Nada de esto es un accidente. Son casi diez mil funcionarios, un centenar de direcciones, subdirecciones, direcciones adjuntas y una lista interminable de cargos inventados; más de mil millones de dólares en impuestos y tasas que nunca se cobraron y un endeudamiento brutal e impagable que pone en riesgo de remate las tierras más apetecibles de la ciudad, las que rodean la avenida Costanera.

El estado municipal simplemente perdió su razón de ser. El aparato público dejó de tener como objetivo resolver los problemas ciudadanos más básicos, como el mantenimiento de calles y plazas, la recolección de basuras y, principalmente, el ordenamiento del crecimiento de la ciudad. Su fin primero es sostener a la clientela política. La prioridad son los salarios, los sobornos y las adjudicaciones amañadas. Los servicios –si es que se concede alguno– vienen después. Eso explica su nivel de calidad y cobertura.

La cuestión se pone peor si consideramos que hoy la sangre financiera que alimenta a este monstruo, los impuestos que pagan los asuncenos, ya no es suficiente, ni siquiera para cumplir con la clientela. Y para seguir manteniendo con vida a ese ogro no les quedó otra alternativa que traer sangre de afuera; encontraron la salida rápida del endeudamiento. Ahora ese camino también se cerró.

Este esquema espeluznante se repite a lo largo y a lo ancho del país en miles de dependencias públicas, nacionales, regionales y municipales. Por todas partes aparecen los nuevos potentados, alimentados con recursos tributarios y sostenidos en sus cargos por su tropa de operadores, todos ellos colgados de alguna nómina del Estado.

Los pocos que no se financian con el dinero que paga compulsivamente la gente se nutren del reparto de las mafias que avanzan ocupando cada vez mayores espacios en el aparato estatal. Hay allí diputados, senadores, burócratas de alto rango, jueces, fiscales y policías, un ejército funcional a los patrones del crimen.

Aunque sea cansino y repetitivo hay que volver a decirlo, una y otra vez: este modelo político no va más. El país ya no es viable con este esquema. Su vigencia ha fracturado al Paraguay entre una minoría que vive bien, y tiene altas posibilidades de hacerlo incluso mejor, y una mayoría que solo ve cómo su pobre calidad de vida se deteriora inexorablemente. Esa mayoría se encuentra en la informalidad, con ingresos iguales o menores a un salario mínimo, sin seguridad social, sin cobertura médica y ninguna posibilidad de jubilarse.

Acaso lo más grave de este modelo perverso es que quienes gobiernan pierden contacto con la realidad de esas mayorías, y alimentan con sus privilegios obscenos la bronca ciudadana.

Y la bronca nunca es racional. Se acumula y cuando revienta nadie puede saber qué consecuencias traerá.

Asunción es el ejemplo físico y financiero de que el modelo no da más. Espero que la clase política se dé cuenta y no siga aguardando la explosión de la bronca para corregir el rumbo.

Entonces puede ser demasiado tarde, incluso para salvar nuestra pobre democracia.

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