En los últimos años, hemos escuchado con creciente frecuencia la palabra “inclusión”. Está presente en discursos, campañas institucionales, planes estratégicos, y aparece como valor central en la narrativa de empresas, gobiernos y organismos internacionales. Pero ¿nos hemos detenido realmente a reflexionar sobre lo que significa y sobre su aplicación concreta?
Según la Real Academia Española (RAE), inclusión es la acción y efecto de incluir; es decir, incorporar o insertar a alguien o algo dentro de un conjunto, sistema o contexto determinado. En un sentido más amplio y social, implica integrar plenamente a todas las personas en la vida comunitaria, garantizando su participación equitativa en todos los ámbitos.
La misma RAE define incluir como poner algo dentro de otra cosa, contenerlo o llevarlo implícito. En términos humanos y sociales, hablar de inclusión es hablar de pertenencia, respeto y valoración. Es generar espacios donde todas las personas se sientan apoyadas y reconocidas, sin distinción.
En el plano social y económico, la inclusión conlleva la eliminación de barreras y la promoción activa de la igualdad de oportunidades, en especial para aquellos grupos históricamente marginados, como las personas con discapacidad, migrantes, comunidades indígenas, entre otros.
Sin embargo, este término –que debería representar un profundo compromiso– a menudo se banaliza. Se convierte en una palabra de moda, utilizada estratégicamente por instituciones, empresas y gobiernos para proyectar una imagen positiva, aunque muchas veces sin un respaldo real en las acciones que emprenden.
Hoy quiero referirme en particular al uso de esta palabra por parte de algunos gobiernos extranjeros que se autodefinen como referentes en políticas inclusivas. Sin embargo, basta observar el trato que reciben los ciudadanos extranjeros en sus aeropuertos para constatar que esa supuesta inclusión dista mucho de ser una realidad. La experiencia de quienes atraviesan procesos migratorios o académicos en el exterior, especialmente si provienen de países en desarrollo, no siempre refleja los principios que tanto se proclaman.
En mi rol como responsable de relaciones interinstitucionales (2016-2019) del Programa Nacional de Becas de Posgrado en el Exterior don Carlos Antonio López (Becal), tuve la oportunidad de coordinar acciones con diversas embajadas y gobiernos de casi todos los continentes. Esta experiencia, tan enriquecedora como desafiante, me permitió constatar de primera mano actitudes poco empáticas por parte de ciertos funcionarios hacia compatriotas que, siendo legítimos beneficiarios de una beca financiada íntegramente por el Estado paraguayo, merecían un trato mucho más digno y respetuoso. En más de una ocasión elevé los reclamos correspondientes; sin embargo, poco cambió en la práctica. Lo curioso fue notar, en contraste, un incremento en el uso de la palabra inclusión en sus comunicaciones oficiales.
Pueden poner todos los “arcoíris” y lemas que quieran, pero lo que realmente importa es el trato humano, la coherencia entre el discurso y la acción, el respeto genuino por la dignidad del otro, sin importar su nacionalidad, origen o condición.
Desde mi perspectiva, la inclusión no puede ser simplemente una consigna decorativa o una tendencia discursiva. Debe ser un compromiso auténtico, asumido con responsabilidad por quienes la promueven. Solo entonces podrá tener un verdadero impacto en la construcción de sociedades más justas, equitativas y humanas.