La célebre teoría del Pato Donald, atribuida a Luis María Argaña –según la cual cualquier candidato colorado ganaría una elección, aún si fuera un inútil–, parece haberse puesto una vez más a prueba. El partido perdió por más de 40% de los votos. Pero las ironías de la historia no cesan; aquella que en otro tiempo fue símbolo de la expansión colorada –Ciudad del Este, fundada bajo el influjo del ministro del Interior, Édgar L. Insfrán en los años sesenta, símbolo por excelencia del stronismo– se ha convertido hoy en el epicentro del incendio político que amenaza con extenderse por todo el país. Elocuente fue la declaración de la senadora Blanca Ovelar: “La gente se está despertando y hay que mejorar la gobernanza”. Sin proponérselo, puso el dedo en la llaga: ¿Acaso el Partido Colorado solo triunfa cuando el pueblo duerme?
Mi tesis –ya conocida por algunos, acaso extraña para otros– es que el coloradismo ha sido más que un partido: Una iglesia secular. Sus dogmas, ritos y héroes conforman una liturgia donde la creencia partidaria sustituye, con terca frecuencia, a la racionalidad desnuda. Pero hay en ello un peligro grave cuando esa fe se absolutiza, y el Estado se transforma en coto de caza de clanes de correligionarios, entonces, surgen los herejes –como en toda religión en crisis– llamados a reformar esa iglesia. El hereje no reniega de su fe: La corrige. Miguel Prieto lo sugirió al indicar que el ganador Dani Mujica habría conquistado el voto de muchos jóvenes colorados, marginados por los clanes enquistados en el poder. Ya Fernando Lugo había logrado algo semejante. ¿Será, entonces, que cuando la fe se corrompe, los jóvenes –como nuevos herejes– comienzan a rebelarse?
Pérdida (e ignorancia) de la mística colorada
El coloradismo –y el liberalismo no se queda atrás en esto– ha perdido su consistencia intelectual y su altura moral. Ambos y ambas. El añejo relato romántico de sus héroes civiles, de Eligio Ayala a Waldino Ramón Lovera, persiste apenas como una leyenda piadosa. Sin embargo, esa narrativa –esa mística de identidad– fue mucho más en el ADN del coloradismo. Lo comprendió bien Víctor Morínigo (1905-1983), quien, parafraseando a su maestro Natalicio González (1897-1966), recordaba que el Partido fue, en su mejor hora, algo más que una institución política: fue la mística de una nación, el espíritu de un pueblo que encarnaba la identidad nacional.
Más allá de las críticas –y las tengo– que puedan hacerse a esa épica colorada, no puede negarse la enorme talla intelectual de Víctor Morínigo. Su vida y pasión de una ideología publicada en 1979 es, en el fondo, la expresión de una memoria hoy perdida. Asimismo, el ilustre economista Efraín E. Gamón (1935-2020) nos decía en 1988 que, a diferencia de los demás partidos, el coloradismo se fue haciendo de adentro hacia afuera, como una corriente germinal cuyas raíces se hundían en la tierra nativa.
El reclamo de los jóvenes: ¿Inicio de la apostasía?
Desde una perspectiva republicana –donde la autoridad sirve al bien común–, esta derrota revela una crisis intelectual profunda. Hay, sí, eslóganes y gritos. Pero al escuchar al presidente Peña o a Alliana –o peor aún, a los Zacarías– hablar del coloradismo es como contemplar un cuadro lúgubre de Gustavo Doré, como aquellos que colgaban en mi casa paterna: Figuras desvaídas, sombras, mensajes de burócratas de un poder que incluso no lo detentan.
Para ellos y para una serie de dirigentes, un conocimiento de Garay, Brugada o Decoud es, diría, casi inexistente: sus nombres son apenas adornos de una rosca burocrática-prebendaria que, en el mejor de los casos, alcanza a leer algunos posteos de Facebook. Y ello no es inocuo. Cuando la política deja de ser servicio, la justicia –virtud del alma cívica– se rebela. Entonces los pueblos, como las conciencias, despiertan. Y ya no habrá herejes que voten por movimientos como Yo Creo; habrá, lo que es más probable, apóstatas: Abandono de la Iglesia colorada, y apoyo a la oposición.
La pérdida del lenguaje moral
¿Estamos, entonces, ante una apostasía silenciosa de miles de jóvenes colorados, una que podría repetirse a lo largo del país? Solo el tiempo lo dirá. El problema del coloradismo –y también de su oposición– no es, en el fondo, una simple cuestión de estrategia política. Es algo más hondo: una crisis moral e intelectual. Se ha perdido un vocabulario ético y político, aquel que se creyó recuperado tras la dictadura. Las palabras que antes evocaban sacrificio y servicio hoy suenan vacías: donde antes se hablaba de patria, hoy se cobija el nepotismo; donde debía afirmarse el bien común, se trafican influencias.
Pero, también seamos realistas: ni la ideología ni la vieja épica bastan ya para gobernar. Ya no ganarían los Pato Donald.
Los tiempos reclaman soluciones pragmáticas –controlar la inflación, crear empleo–, pero todo ello debe estar arropado emocionalmente por una narrativa moral, capaz de movilizar el alma de los ciudadanos. Y esto también vale para los hoy ganadores.
Por eso, desde Aristóteles –que no fue de ayer– sabemos que la retórica, entendida como el arte de disponer las voluntades hacia el bien común, es parte esencial de la política. El resto –la política reducida a cálculo, marketing, o prebendas– no es otra cosa que la apostasía de la política misma.