23 jul. 2025

Karl Popper y la anatomía filosófica del autoritarismo (II)

Publicado en 1945, en un contexto marcado por el colapso de las democracias liberales europeas y el ascenso de los totalitarismos, La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper, se erige como una de las críticas filosóficas más influyentes y polémicas contra las bases intelectuales del autoritarismo contemporáneo.

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María Gloria Báez

Esta obra monumental, dividida en dos volúmenes, El hechizo de Platón y La pleamar de la profecía: Hegel, Marx y las consecuencias, refleja la evolución intelectual del propio autor durante su exilio en Nueva Zelanda.

Trasciende el formato académico tradicional al constituir una intervención filosófica urgente que diagnostica las raíces intelectuales del despotismo moderno y, simultáneamente, defiende de manera incondicional el racionalismo crítico, la reforma institucional progresiva, así como la libertad entendida como praxis vigilante. Más que un tratado, el libro es una autopsia del pensamiento autoritario recubierto de racionalidad.

Su audaz hipótesis de partida sostiene que los cimientos del totalitarismo están arraigados en determinadas matrices filosóficas de la tradición occidental, desde Platón hasta Marx, lo que da lugar a una genealogía tan provocadora como sorprendente. El autoritarismo no emerge ex nihilo, ni es el simple resultado de desviaciones políticas contemporáneas. Surge de sistemas metafísicos que absolutizan la historia, niegan la posibilidad de transformación y anulan la contingencia humana en favor de un orden eterno e inmutable.

En el núcleo del pensamiento de Popper, se encuentra una distinción esencial entre tipos de sociedad. La “cerrada” fundamentada en el mito, la obediencia y la pertenencia tribal. En contraste, la “abierta”, que se sustenta en el escepticismo, la libertad individual y el principio de corrección institucional. Esta distinción supera el ámbito del mero análisis descriptivo e implica un imperativo ético fundamental que orienta la acción, así como la reflexión moral en los planos político y social. La sociedad cerrada ofrece pertenencia a cambio de sumisión, mientras que la abierta implica asumir la responsabilidad, la vulnerabilidad y cierta soledad existencial como condiciones para la autonomía. Para Popper, la modernidad no se define tanto por el progreso tecnológico cuanto por el abandono de la seguridad ontológica que ofrecía la tribu. El ciudadano de una sociedad abierta no se limita a actuar, más bien, debe interrogar constantemente las reglas del juego, reconocer su falibilidad y participar activamente en la revisión de las propias creencias.

El precio de esta emancipación no es menor, ya que implica la pérdida de certezas metafísicas, la erosión de relatos totalizantes y el vértigo de una libertad sin sostén trascendente. Pero allí donde se desmoronan las estructuras del dogma, nace la posibilidad de la crítica.

Es en este horizonte conceptual donde Popper emprende su lectura profundamente iconoclasta de Platón, a quien presenta como figura inaugural de una corriente autoritaria en la filosofía política occidental. “La República” es interpretada por Popper como la proyección de un modelo normativo, cuyo objetivo fundamental consiste en neutralizar la contingencia histórica mediante la instauración de un orden absoluto. Lejos de abrir espacio a la pluralidad del devenir, el texto platónico configura una sociedad profundamente jerarquizada y eugenésica, en la que el conocimiento está monopolizado por una élite destinada a gobernar, asegurando la estabilidad mediante un control vertical del saber y del poder. En este esquema, una casta de “filósofos-reyes”, investida de autoridad metafísica por su supuesto acceso privilegiado al mundo de las Ideas, asume la función de modelar la justicia conforme a una forma ideal preexistente, considerada inmutable y universal. La crítica popperiana va más allá del diseño institucional de Platón, dirigiéndose a la ontología que lo sostiene. Lo que se pone en cuestión es la subordinación de la experiencia histórica a una supuesta esencia inmutable, el desplazamiento de lo contingente por lo necesario, la reducción de la multiplicidad a una totalidad clausurada. Bajo esta lógica, la historia deja de ser un espacio dinámico y conflictivo, para convertirse en un problema técnico, cuya solución reside en un conocimiento revelado y reservado a una minoría ilustrada.

En este marco, el concepto de la “noble mentira”, formulación central en el dispositivo platónico de cohesión social, deja de funcionar como recurso pedagógico o construcción mito-poética, y se convierte en mecanismo de manipulación legitimadora. El mito opera como herramienta de dominación, orientada a consolidar una estructura de poder insensible al disenso y refractaria a la transformación. La lectura de Popper, por tanto, desestabiliza la imagen canónica de Platón, poniendo en evidencia el potencial totalitario latente en una metafísica que absolutiza la verdad y suprime el debate en nombre de un orden superior. Así, el platonismo queda configurado como una de las raíces filosóficas de la negación de la sociedad abierta.

En el segundo volumen, “La pleamar de la profecía”, Popper arremete contra el historicismo, una concepción de la historia que postula leyes ineludibles del devenir. Identifica en Hegel la transposición de la metafísica al Estado. La historia se transforma en la manifestación del Espíritu Absoluto y el presente, por más opresivo que sea, se presenta como la culminación de la razón. Esta absolutización del tiempo histórico, consagra el statu quo y elimina toda legitimidad al disenso. Marx, aunque mucho más agudo en su crítica a la injusticia social, repite esta estructura teleológica. La visión marxista del comunismo como desenlace inevitable de la lucha de clases, transforma la historia en un relato escatológico, donde la revolución aparece como el fin del conflicto y el proletariado se erige en sujeto redentor. Para Popper, esta narrativa que transforma la emancipación en un destino inevitable encierra una amenaza fundamental. Si el futuro está preescrito y solo algunos pueden leerlo, entonces cualquier oposición se vuelve traición, y cualquier violencia, justificable. La libertad se disuelve en la necesidad histórica. El antídoto que propone Popper es una metodología. La de una actitud crítica de la ciencia aplicada a la política. Del mismo modo que no existe una teoría científica definitiva, las estructuras de poder deben estar abiertas a ser cuestionadas o reemplazadas. Popper denomina esta perspectiva “ingeniería social fragmentaria”, caracterizada por un enfoque prudente, experimental y gradual, orientado a la resolución de problemas específicos y consciente de su inherente falibilidad.

Esta forma de ingeniería se orienta a la mitigación del sufrimiento evitable, en lugar de perseguir la realización de modelos sociales ideales e inalcanzables. A esto lo denomina ‘utilitarismo negativo’, una ética enfocada en prevenir el daño comprobable, en lugar de maximizar una felicidad que considera vaga y susceptible de manipulación. Así, una política verdaderamente racional se sustenta en el reconocimiento de los límites de lo posible, y no en la aspiración a absolutos que trascienden la condición humana. Popper reformula la democracia desde un enfoque estrictamente procedimental, entendiéndola como el único sistema institucional que permite reemplazar a los gobernantes sin recurrir a la violencia. Su confianza se ancla en un entramado jurídico y cívico que promueve la crítica, exige responsabilidad y facilita la rectificación pacífica del rumbo colectivo, en lugar de depender de la infalibilidad de las mayorías o la virtud de los líderes. Lejos de ser un ideal utópico o un propósito final, la democracia se configura como un mecanismo institucional diseñado para limitar el poder y proteger la pluralidad. En lugar de buscar la perfección, este sistema asegura la capacidad de corregir errores, prevenir derivas autoritarias y resguardar el valor de lo imperfecto. Este carácter correctivo, profundamente enraizado en la falibilidad humana, confiere a la democracia una resiliencia singular, posicionándola como un mecanismo de defensa frente a las pretensiones absolutistas. En su visión, la democracia se manifiesta como una práctica de humildad epistemológica, caracterizada por un ejercicio constante de autocrítica que valora la apertura al cambio y rechaza la rigidez de lo inmutable. “Lo que necesitamos y lo que queremos –escribe– es moralizar la política, no politizar la moral”.

Para Popper, “moralizar la política” es aplicar normas éticas a la acción política, mientras que “politizar la moral” es consagrar un código moral como ley inatacable, una medida que conduce directamente a la represión política. Popper no negó la existencia de verdades morales objetivas. Lo que negó fue el derecho del Estado a imponerlas como certezas fijas.

A ochenta años de la publicación de La sociedad abierta y sus enemigos, la obra ha superado el ámbito de la crítica política y la erudición para convertirse en una reflexión filosófica de notable vigencia sobre los peligros asociados a la pretensión de certeza absoluta. Karl Popper desafía los sistemas de pensamiento que sustentan regímenes totalitarios, aquellos que anticipan un futuro rígido, desestiman el valor del error y equiparan el orden con la verdad. Vivimos en un escenario mundial de permanente vulnerabilidad democrática y la enseñanza popperiana regresa con vigor renovado. La libertad no se preserva mediante consignas o instituciones críticas, se fortalece restringiendo el poder y se construye a partir de un disenso sostenido, lejos de cualquier pretensión de uniformidad. Popper comprendió que la historia no ofrece redención, asumió la naturaleza intrínsecamente provisional del conocimiento y sostuvo que una política genuinamente libre surge al aceptar nuestras limitaciones. Frente a las ilusiones de salvación colectiva, defendió una ética libre de utopías, basada en la convicción de que el pensamiento crítico es, aun en la oscuridad, un acto esencial de resistencia.

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