13 sept. 2025

La sociedad abierta sitiada por la corrupción, exclusión y la nostalgia autoritaria

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Karl Popper

María Gloria Báez

Las democracias occidentales han atravesado crisis estructurales, colapsos financieros, ampliación de brechas sociales y desafíos diversos que han ido minando la legitimidad de sus estructuras políticas tradicionales.

Estas fracturas políticas han acelerado la emergencia de movimientos que cuestionan los principios de la sociedad abierta –ese ideal de libertad, pluralismo y crítica razonada acuñado por Karl Popper–, sin otorgarle validez absoluta.

En el núcleo de esta reflexión emerge un nuevo desafío, la corrupción y el crimen organizado que han permeado igualmente gobiernos que aún operan bajo la etiqueta democrática. Se trata de redes de corrupción sistémica, tráfico de influencias, lavado de dinero y vínculos entre élites políticas y mafias transnacionales, que socavan la gobernanza y erosionan la confianza ciudadana. Resulta imprescindible analizar, cómo estas prácticas criminales se entrelazan con los tres tipos de adversarios de los valores popperianos.

En primer término, cabe examinar las autocracias de partido único –como la China contemporánea– que han consolidado un modelo de “libertad divisible”. Permiten a ciertos sectores de la población participar en circuitos globales; viajar, invertir en mercados internacionales, depositar activos en bancos extranjeros, sin extenderles, sin embargo, derechos políticos plenos.

Esta dinámica se inscribe en la distinción conceptual de Albert Hirschman (1915-2012), entre “salida” y “voz”, pues el régimen facilita canales de movilidad y acumulación para élites y clases medias, reduciendo así la presión interna por reformas democratizadoras. Este tipo de configuración híbrida, que combina apertura económica con centralización política, cuestiona la utilidad de la distinción clásica popperiana entre sistemas abiertos y cerrados. Lejos del aislamiento totalitario, ciertas autocracias se insertan en el orden global, usando la apertura económica como instrumento de estabilidad. En otros casos, esta fórmula coexiste con opacidad institucional y captura estatal, lo que exige superar el binarismo popperiano sobre el poder.

En segundo lugar, ciertas democracias con estructuras formales vigentes, han experimentado un deterioro paulatino de sus instituciones fundamentales –medios independientes, justicia autónoma, garantías para las minorías–, sin abandonar del todo los mecanismos electorales. En algunos contextos, prácticas como el clientelismo, la captura de recursos públicos o la manipulación de procesos administrativos han debilitado la equidad electoral y afianzado el poder de actores dominantes. Estas configuraciones explotan las tensiones entre libertad individual y cohesión colectiva, adoptando una retórica democrática, mientras restringen efectivamente el pluralismo.

En escenarios más críticos, el entrelazamiento con redes delictivas, mediante sobornos o adjudicaciones opacas, agrava la desinstitucionalización y acentúa la fragilidad del orden democrático. Finalmente, los movimientos populistas emergen como reacción al desgaste de las estructuras políticas tradicionales, en medio de crisis económicas, transformaciones sociales aceleradas y tensiones identitarias. Entre ellos, la ultraderecha se distingue por su nativismo, su rechazo a la diversidad y su exaltación de una comunidad homogénea. Canaliza el malestar social, construyendo narrativas de exclusión que presentan a migrantes y minorías como amenazas a un orden nacional idealizado. A diferencia de otros populismos centrados en la soberanía económica o la crítica a las élites globalizadas, estas corrientes convierten la homogeneidad cultural en principio normativo. Amplificado por medios digitales y tradicionales, su discurso erosiona la tolerancia epistemológica y debilita el pluralismo. Al ofrecer certezas identitarias frente a la complejidad contemporánea, reconfiguran la vida pública en clave excluyente, sustituyendo la apertura por el repliegue. La distinción clásica entre sociedades abiertas y cerradas, carece ya de fuerza explicativa. En la Guerra Fría, nazismo y estalinismo representaban sistemas aislados y rígidos. En cambio, hoy tanto autocracias integradas como democracias iliberales, participan en un orden global fluido; comercio internacional, diplomacia multilateral, inversiones. Esta integración, junto con salidas económicas legales, sirve de válvula de escape y reduce disidencias.

La participación de estas estructuras en redes ilegales -contrabando, lavado, conspiraciones privadas con corporaciones transnacionales- requiere herramientas analíticas renovadas para comprender regímenes que usan la apertura económica como herramienta de control y excluyen la emancipación política. Desde los noventa, la globalización prometió prosperidad general pero generó desigualdades severas. Comunidades enteras desplazadas por desindustrialización, precariedad laboral y exclusión social. Movimientos anti globalización reflejaron este quiebre, desafiando la narrativa liberal del progreso compartido. La crisis financiera de 2008, intensificó el malestar social, mientras que, aunque no exista un terrorismo global como entidad uniforme, el miedo al terrorismo internacional y la inseguridad cultural fortaleció discursos nacionalistas y autoritarios. La difusión masiva de redes sociales desde 2010 exacerbó la polarización, cuestionando la epistemología popperiana, que presupone ciudadanos capaces de evaluar hechos con objetividad.

En esta era de pos verdad, la desinformación sistemática y la desconfianza hacia las instituciones, han reducido la fe en que “la verdad emergerá”. El cambio climático -como amenaza global- ha polarizado aún más los debates; quienes niegan su urgencia frente a quienes demandan acción urgente. Ambas posiciones, muestran los límites de un liberalismo centrado en la libertad individual ante problemas que exigen cooperación global y estrategias colectivas. Entre 2020 y 2025, la pandemia de COVID 19 y las tensiones geopolíticas entre grandes potencias, intensificaron el atractivo de regímenes que prometen estabilidad sacrificando libertades, desde autocracias globales hasta democracias iliberales. En muchos casos, la crisis sanitaria fue gestión mediante decretos de emergencia, con opacidad, falta de rendición de cuentas y casos de nepotismo, corrupción en compras públicas y colusión con proveedores privilegiados.

Estas dinámicas, han evidenciado las vulnerabilidades de la sociedad abierta. La dificultad para abordar desigualdad estructural, fragmentación social y captura del Estado por intereses criminales en un mundo hiper-conectado. La sociedad abierta ha sido acusada de promover un neoliberalismo desregulador que socava la soberanía nacional y favorece mercados globales. Si bien Popper, defendía un liberalismo democrático inspirado en el Estado de bienestar, esa visión ha sido desvirtuada por políticas neoliberales que amplifican la desigualdad. Tal descontento ha nutrido la resistencia de quienes han sufrido los efectos de una globalización desigual. Se critica también que el liberalismo ha degenerado en una “tolerancia represiva”, es decir, ha hecho de sus valores principios incuestionables, cerrándose a voces que cuestionan desde perspectivas distintas.

Esa paradoja, transforma el ideal del debate abierto en un dogmatismo que aliena a sectores que perciben esos valores como imposición cosmopolita. Adicionalmente, se argumenta que la sociedad abierta ha descuidado las necesidades de identidad y pertenencia inherentes al ser humano. Ha sido caracterizada como ideología de una élite cosmopolita indiferente a quienes han quedado al margen de la globalización. A esto se suman formas de corrupción sistémica; élites políticas que negocian con corporaciones transnacionales, redes criminales que traficaron con influencias y recursos públicos, o festines de sobornos que capturan las instituciones heredadas de la democracia liberal. Por eso, sostener la legitimidad del liberalismo, implica confrontar también las prácticas corruptas que han erosionado su credibilidad. Pese a estas críticas, la sociedad abierta no se opone a la democracia; su adhesión a minorías como protección frente a mayorías opresivas fortalece el constitucionalismo liberal. En contextos donde las instituciones están bajo presión, reforzar la sociedad civil y promover mecanismos de rendición de cuentas resulta esencial para preservar la libertad. Frente a la acusación de rigidez ideológica, debe recuperarse la idea popperiana… “El que mi creencia puede estar equivocada”…, fomentando un diálogo plural que valide perspectivas contradictorias y evite que los valores liberales se vuelvan dogmáticos. Para responder a los discursos ultraderechistas que utilizan inseguridad cultural y económica para legitimar la exclusión, es necesario forjar una narrativa que recupere pertenencia colectiva sin renunciar al pluralismo. Ello implica denunciar tanto el crimen organizado que captura lo público como las redes de corrupción que socavan la democracia. Implica también construir instituciones públicas transparentes, fiscalías independientes, medios libres y sociedades civiles capaces de cuestionar al poder sin cooptación.

Reconciliar libertad individual con propósito colectivo, mediante instituciones inclusivas y participativas, permite abrazar la diversidad sin perder pertenencia. La sociedad abierta exige revisar certezas y adaptarse al cambio. Es un proyecto colectivo, basado en instituciones sólidas, equilibrio de poder y ciudadanía activa. Enfrentar las ansiedades populistas implica transformar la incertidumbre en motor creativo y re-imaginar la libertad como proceso abierto y contradictorio. Esto requiere combatir con decisión la corrupción y el crimen organizado. Solo así la libertad podrá sostener una vida autónoma, y el diálogo, afirmarse como ejercicio ético fundado en la duda, la apertura y la complejidad.

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