Hace casi un año los posteos en la red X de Jorge Rolón Luna desnudaban cómo un enjambre de ujieres judiciales con magros salarios de funcionario público –unos 4 millones de guaraníes mensuales–, lucían en sus perfiles digitales vidas suntuosas, viajes a playas exóticas, autos relucientes y bodas deslumbrantes. “Estos ujieres no heredaron fortunas; heredaron pagarés ajenos”, había ironizado el abogado.
Recuerdo haber publicado una columna a la que titulé La macabra fiesta de los ujieres describiendo un esquema mafioso sostenido, sobre todo, en la deshonestidad de los funcionarios de nivel inferior o intermedio de los juzgados de Paz. Cuando la prensa ventiló más y más denuncias de las víctimas y la Fiscalía investigó, se dimensionó mejor la estafa. Los ujieres eran apenas un eslabón más de una monumental cadena de corrupción.
El fraude que se engulle los salarios de miles de familias humildes no funcionaría sin el concurso de otros actores: Oficiales de Justicia, actuarios judiciales, dueños de las voraces empresas de cobro y sus abogados y, sobre todo, los jueces y ex jueces que se llevaban la parte del león. Perdón, ujieres coimeros. Pensé que los malnacidos eran solo ustedes y resulta que son simples perejiles de una de las mayores historias de hijoputismo judicial que yo recuerde.
No exagero. Sé que hay casos mucho mayores, pero sus consecuencias suelen ser más limitadas. Este esquema de estafa es, de algún modo, parecido al de los González Daher, con la diferencia de que en la mafia de los pagarés los damnificados son mucho más numerosos y desvalidos económicamente. Se trata de una mafia asentada en los juzgados de Paz, esos oasis donde se tramitan las causas menores, pero que, por su número, mueven cifras enormes.
El burdo sistema de reciclar pagarés no funciona con víctimas capaces de defenderse, contratar buenos abogados, recurrir a la prensa o a contactos políticos importantes. Cuenta con que la maestra de la escuela pública, la enfermera del Puesto de Salud, el jubilado del IPS, se entere muy tarde de que su sueldo ha sido embargado por un juicio iniciado en otra ciudad por una deuda que ya había pagado. Su vida cambia por completo y comienza una tragedia. El pagaré reaparece en manos de una empresa de cobranzas, lista para demandar de nuevo. Para eso están los descuentos automáticos; el dinero fluye directamente a las cuentas de las firmas.
El silencio está en el núcleo mismo de la trampa. Las víctimas son elegidas por su escasa posibilidad de hacer ruido. Son pobres, no tienen a quien recurrir, prefieren volver a pagar un préstamo ya honrado, mascullando su impotencia. Se pueden suicidar si quieren, pero no serán noticia. Es un silencio triste, pero hay otro, odioso.
Es el de toda la estructura judicial –una de las casas de crédito más citadas pertenece al hijo de un mal recordado ex miembro de la Corte Suprema de Justicia– que, durante años conocía indiferente la existencia de esta trama urdida por estudios jurídicos y la industria de la usura. Ese es un pesado silencio corporativo. ¿Cómo es que no hubo antes una voz desde la casa de Astrea que denuncie lo que era vox populi en todos los pasillos judiciales?
Los afectados son miles. La Fiscalía en febrero pasado halló 10.000 expedientes en una sola casa de cobranzas. En estos días un ujier reveló que la jueza Carmen Cibils le exigía semanalmente su pedazo: 25 millones de guaraníes. Aparte de ella, fueron acusados otros tres jueces de Paz –Nathalia Garcete, Víctor Nilo Rodríguez y Liliana González de Bristot– y unos 60 funcionarios de menor rango. Pero nadie cree que la pirámide de corrupción se detenga en ellos. ¿Se animará la Justicia a mirar hacia arriba?
De lo que estoy seguro es que en todos los niveles de ese poder hubo gente que formó parte de un clan de hienas que dejó detrás de sí un hilo de tristeza, desesperación y muertes. Esas hienas no merecen impunidad.