Durante la mayor parte de nuestra historia la opacidad ha sido la regla en la relación entre el ciudadano y sus instituciones. Incluso con la transición democrática prevaleció la cultura del secretismo en la gestión pública, pese a que la Constitución de 1992, en su artículo 28 garantiza el derecho a informarse y establece que “las fuentes públicas de información son libres para todos”.
Una cosa es el derecho constitucional y otra su aplicación en la práctica. Los sucesivos gobiernos recurrieron a múltiples trabas burocráticas y a las más inverosímiles excusas para impedir que la gente –y, sobre todo, la prensa– acceda a datos públicos considerados tabúes. El Estado paraguayo, históricamente inútil para proteger al ciudadano frente a la inseguridad y garantizar salud y educación, era celoso vigilante de la privacidad de sus funcionarios.
La lucha por la transparencia fue muy difícil. La tozudez periodística conquistó, paso a paso, rendijas de iluminación en el mundo oscuro que escondía nóminas de funcionarios, salarios, presupuestos, declaraciones juradas y viáticos pagados por el pueblo.
La presión social y mediática logró, en 2014, la sanción de la Ley de Libre Acceso Ciudadano a la Información Pública y Transparencia Gubernamental. Fuimos los últimos de la región en tener una norma así. Cada institución estaba obligada a mostrar sus datos en un portal oficial. Esto ocurrió durante el mandato de Horacio Cartes, quien celebró el hecho como un logro histórico y expresó que “cuando hay transparencia la gente vuelve a estar por encima de los intereses personales porque le entregamos las llaves del poder al pueblo, para que el pueblo mismo sea contralor del gasto público”.
Esta ley tuvo efectos notables en los años siguientes. Gracias al escrutinio público nos enteramos de los salarios de oro, de los múltiples casos de planillerismo y nepotismo, de las compras con sobreprecio, de los gastos inútiles en viajes, de las adjudicaciones tramposas, del manejo de los fondos de emergencia y de las inconsistencias en las declaraciones juradas.
Pero no fue suficiente para mejorar nuestra pésima posición en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional. Si con su vigencia somos señalados como uno de los países más corruptos de Sudamérica, imagínese usted dónde estaríamos sin esa ley.
Es lo que está a punto de ocurrir. El oficialismo aprovechó la presentación de una ley de “protección de datos personales” para introducir un artículo que aniquila el acceso a información pública, sobre todo a la referida a funcionarios estatales. Se pretende que cualquier solicitud de información proveniente de un particular o un medio de prensa pase primero por una agencia gubernamental que analizará su pertinencia y, además, deberá contar con la aprobación ¡del propio funcionario investigado!
El Parlamento está a punto de tumbar de un manotazo una de las pocas herramientas con las que cuenta la sociedad para impedir los abusos cometidos en los cargos públicos. Esta barbaridad solo puede ser corregida por un veto presidencial, aunque es difícil que eso ocurra, pues lo que comentamos parece formar parte de la creciente inclinación autoritaria que muestra este gobierno.
Esto se inscribe en una larga lista de hechos que apuntan al debilitamiento de los controles institucionales, como la destitución de la senadora Kattya González, la reticencia a debatir temas claves en las Cámaras, la creación de la comisión garrote contra las oenegés, la cooptación de órganos judiciales y el intento de ocultar los votos públicos de los ministros de la Corte Suprema de Justicia. Ahora es la prensa la que verá cercenadas sus posibilidades de descubrir casos de corrupción.
Cartes ya no simpatiza con la Ley de Transparencia, la misma que él promulgó hace más de una década. Estamos cerca de un retroceso enorme para nuestra democracia. El acceso a la información se convierte de nuevo en un riesgo para la “seguridad” de aquellos que reclaman su derecho “a no ser vistos”.