En este caso concreto, los demandantes –adolescentes transgénero y sus padres, apoyados por un médico– han sostenido que la ley del Estado mencionado violaba su derecho a recibir tratamientos hormonales, y bloqueadores de pubertad. Y con ello, transgredía la cláusula de protección de igualdad de la decimocuarta Enmienda de la Constitución de EEUU.
La decisión de la Corte, por mayoría de 6 votos contra 3, avaló la mencionada ley de Tennessee, prohibiendo en adelante los tratamientos médicos –de bloqueadores de pubertad y hormonales– a menores con disforia de género.
En principio, la decisión de la Corte no consideró que la ley discriminaba. Más bien, la clasificación no se basaba en el sexo ni en la condición de transgénero, sino en la finalidad médica y la edad.
Prohibía ciertos tratamientos dirigidos a menores de edad, independientemente de su sexo o género.
La crítica a la decisión de la Corte –o su alabanza, como era de esperar– fue inmediata, mostrando la grieta que atraviesa el alma de la sociedad.
Una crítica que no solo cuestiona el papel de los jueces en una democracia constitucional, sino que revela las cosmovisiones contrapuestas que, precisamente, determinan cómo se concibe ese papel. Reflexionemos brevemente sobre estos puntos.
Los jueces son como árbitros
Que los jueces no hacen las reglas, sino que las aplican, fue una afirmación del mismo juez Robert en la audiencia del Senado de confirmación de su nombramiento hace veinte años.
El juez –dijo entonces– es como un árbitro. O del umpire, para los fanáticos del béisbol. Imparcial. Neutral.
Y ahora mantiene la misma postura. Es lo que reafirmó en esta sentencia.
La única función del Tribunal, escribió, es garantizar que la ley no viole la garantía constitucional de igualdad ante la ley. Y no existiendo tal violación, se dejan “las cuestiones sobre su política en manos del pueblo, sus representantes electos y el proceso democrático”.
La derivación de esa afirmación es clara: los conflictos al interior de la democracia, sean culturales o científicos, están fuera del alcance de los magistrados.
El juez debe sustraer al Tribunal del fragor de la lucha política. Esa ha sido la intención durante la presidencia de Roberts en la Corte: preservar la autoridad e independencia judicial. Conferir previsibilidad.
Los jueces no son políticos, pero...
El voto en desacuerdo es, sin duda, interesante. Aunque no sorprendente.
La jueza Sotomayor, quien se había resistido a la ley en las audiencias preliminares, argumentó que el Tribunal, al validar la ley, se había distanciado de una revisión judicial relevante dejando a “los niños transgénero y sus familias a merced de los caprichos políticos”. Y que la ley, efectivamente, discrimina a las personas transgénero al clasificarlas según su sexo. Lo que no solamente difunde estereotipos, sino que también ignora los tratamientos médicos recomendados.
La discrepancia en la evaluación del caso es curiosa. Coinciden en que la cuestión es “política.” O estará a merced de la misma.
Roberts dice que su tarea es el discernimiento del criterio racional de la constitucionalidad de la ley, dejando a la democracia la cuestión política del asunto.
Sotomayor retruca, diciendo que, precisamente, por no actuar la Corte en el caso, haciendo la revisión judicial como debería, los demandantes estarán a merced de los “caprichos de la política”.
Más allá del escrutinio constitucional
Lo clave de este caso, me temo, es que en el contexto actual una serie de decisiones constitucionales no solo son solo políticas, sino, más que eso. Son de cosmovisiones.
Suponen una concepción del mundo más allá de lo ideológico. Y en ello está la cuestión de la identidad transgénero.
El criterio que se está debatiendo no es jurídico o legal, sino antropológico. Este no es un debate que se resuelve simplemente aplicando estándares legales.
Es que algunos jueces, como legisladores, hoy no se atreven, no saben o no quieren contestar sobre, por ejemplo, qué es una mujer. Casi todo esta permeado por la viscosidad de un relativismo subjetivista.
Lo que está en disputa es una visión del ser humano: si la identidad de la persona está fundada en una naturaleza corporal dada por el sexo biológico o si puede ser definida solo por la autopercepción subjetiva como sostiene la identidad de género.
Debe reconocerse que el derecho no es neutral: toda norma que afirma o niega tratamientos para menores transgénero implica una toma de posición sobre qué es el ser humano. O qué es el cuerpo. Y aún más, qué significa libertad.
Por ello, aunque un Tribunal decida un caso en términos jurídicos, en lo profundo está revelando una quiebra radical en el alma de Occidente. Una disputa entre cosmovisiones: sobre qué constituye una persona humana.