La ira se apodera de un hombre al enterarse de que su hija fue víctima de ultraje, violación y muerte. Su corazón está destrozado. La rabia lo domina. Mientras recibe el consuelo de sus amigos, otros vecinos llegan hasta su casa y les relatan que también fueron víctimas de lo mismo: Sus hijos secuestrados y ultrajados. Toda una comunidad azorada y conmovida por esos deleznables actos, cometidos por los indeseables residentes del otro lado del muro.
Intenta ordenar sus pensamientos y planificar una venganza. Hace tiempo que los tiene en la mira. Los había visto en los noticieros. No por nada, anteriores autoridades del gobierno habían levantado una extensa muralla de cemento a lo largo de la ciudad. Se organiza con otros familiares de víctimas, algunos incluso con conocimiento militar. En efecto, todos portan algún tipo de armas. Él mismo tiene un hermano en EEUU que le suele facilitar ese tipo de arsenal.
Recibe la información sobre la cuadra donde están alojados los supuestos criminales. Y no se le ocurre mejor idea que empezar a lanzar bombas. Publica un aviso para que los vecinos de esa cuadra evacuen el sitio. Nadie se va. No importa. Los resultados son dispares. Pero le avisan que solo uno de los presuntos terroristas apareció tirado en la vereda. Celebra. El daño colateral: Decenas de mujeres, ancianos y niños muertos. La sed de venganza no cesa. Se entera de que los demás integrantes de la banda se desperdigaron en otras cuadras, de otros barrios circundantes, siempre al otro lado del muro. Luego de una ardua búsqueda consigue dar con ellos. Lo mismo: Avisa a los vecinos que abandonen el lugar. Pero nadie se va. Otra bomba cae y mueren más niños, ancianos, mujeres y algunos mozalbetes. Esta vez, ni rastro de otro presunto malhechor.
Pasan los días, las semanas, más bombas caen, más gente muere. Entre la cantidad de víctimas fatales, hay más bebés, niños, mujeres y ancianos que algunos de quienes perpetraron los ataques de aquel nefasto día. Nada parecía compensar toda la sangre y llanto derramados; al contrario, del duelo por los familiares asesinados y la incertidumbre por quienes quedaron cautivos, se pasó a una euforia por eliminar a todos esos inescrupulosos al precio que fuera.
En medio de la exultación, aparecen algunos vecinos suplicando que paren de bombardear, porque sabían que sus hijos e hijas estaban del otro lado, en condición de rehenes. Cada semana, los sábados por la tarde, iban a golpear la puerta de la casa de quien organizó y encabezó todo esta vendetta. Si bien entendían su dolor –como la que ellos padecían-, le rogaban compasión y cordura, puesto que más bombas no les devolverían a sus hijos cautivos.
Sube la apuesta. Se entera de que los aparentes criminales se esconden en un sistema de túneles bajo hospitales, escuelas, incluso en los sótanos de organizaciones humanitarias. Las cartas estaban echadas y la posibilidad de arrasar con todo, cobraba fuerza. Claro, había que asumir el costo que –dependiendo del ángulo en que se lo mirase– podría ser alto o no tanto. La defensa de la integridad y seguridad de su comarca estaba por encima de todo lo conocido.
Así fue cómo las bombas cayeron sobre hospitales, escuelas, universidades, mezquitas, templos y centros comunitarios. Mientras miles morían –en general personas indefensas– supo que la mayoría, sino todos, de los criminales que asestaron aquel golpe, también habían caído. Igual, el asedio fue total, como mensaje ejemplificador para que ataques como esos no se repitan o para que, de una vez, esa gente abandone esa porción de tierra sumida en la calamidad.
Una lluvia de fuego se apoderó de toda la región. La venganza se convirtió en una masacre sin precedentes, un genocidio transmitido en vivo y en directo, por todos los medios de prensa y compartido a través de las plataformas digitales de comunicación.
Un día, tras meses ocultos en sus laberintos subterráneos, los escurridizos criminales salieron a la luz; estaban intactos, como inmunes al polvo blanco que cubría a todos los pobladores del territorio devastado.
Fue cuando devolvieron a algunos de los cautivos. Lo hicieron montados sobre un escenario, en un ostentoso acto. Entregaron una especie de souvenir a cada uno de los liberados para que exhiban y compartan con sus familiares y vecinos las razones de su ataque. Los terroristas lucían su vestuario inmaculado, como si nunca hubiesen estado allí durante los bombardeos y el fuego cruzado. Sus vecinos eran quienes morían, no ellos. Ellos, por cierto, fueron creados para eso.