El transporte público constituye el sistema circulatorio de una ciudad que busca tener vida. Cuando este sistema falla, falla el corazón mismo de la ciudad. Esta se congestiona o se vuelve inaccesible tanto por el tráfico como por los costos que este genera en tiempo y dinero. La ciudad entera se resiente en términos de accesibilidad a servicios sociales, como salud y educación, a mercados para la compraventa de productos, al sistema productivo, a recreación y actividad física tan necesarias para la salud física y mental.
El argumento en contra del subsidio suele centrarse en el costo fiscal. “¿Por qué deben pagar todos el viaje de algunos?”. Esta visión, sin embargo, no considera las externalidades positivas que genera un transporte público accesible, eficiente y de calidad.
El costo del transporte es un pago regresivo que afecta desproporcionadamente a los sectores de menores ingresos. Para trabajadores en general, estudiantes, personas mayores o con discapacidad, un boleto caro puede significar la diferencia entre llegar al trabajo, la escuela o el hospital, o quedarse aislado. Un subsidio nivela el campo de juego, garantizando la movilidad como un derecho fundamental, no un privilegio.
En muchas ciudades latinoamericanas, el gasto en transporte puede consumir hasta el 30% del ingreso de los hogares más pobres. Un subsidio alivia esta carga.
Una población que puede movilizarse es una población productiva. Facilita el acceso al empleo, amplía la fuerza laboral disponible para las empresas y reduce el ausentismo. Además, reduce los costos logísticos de las ciudades al disminuir la congestión. Las pérdidas por congestión en grandes urbes pueden superar el 2% de su PIB. Un sistema público eficiente y accesible mitiga esto significativamente.
El transporte es un gran emisor de gases de efecto invernadero (GEI). Fomentar el uso del transporte público masivo es la medida más efectiva para reducir la huella de carbono del transporte urbano. Menos coches significan menos emisiones, menos contaminación acústica y atmosférica, y una mejor calidad de vida para todos.
Menos automóviles implican menos accidentes de tráfico (una de las principales causas de muerte) y menos enfermedades respiratorias y cardiovasculares asociadas a la contaminación. Además, fomenta la caminata hacia y desde las paradas/estaciones.
Un subsidio bien aplicado en el marco de una política sin conflictos de intereses, colusión o corrupción es transformador. El caso de Viena no es solo la calidad (puntualidad, cobertura, limpieza), sino su asequibilidad al abono anual cuesta alrededor de 1 euro al día que ofrece acceso ilimitado a toda la red de metro, tranvía y autobús. Los ingresos por boletos cubren alrededor del 50%, siendo el resto financiado por impuestos.
El resultado es una alta tasa de uso, una ciudad con aire más limpio, menos congestión y una mejor calidad de vida. Luxemburgo se convirtió en el primer país del mundo en hacer gratuito todo su transporte público (trenes, tranvías, autobuses) dentro de sus fronteras. La motivación fue clara: combatir la congestión crónica y promover la equidad.
Subsidiar el transporte público no es un gasto, es una inversión de altísimo retorno social, económico y ambiental, pero debe hacerse según criterios de eficiencia y equidad. Es apostar por ciudades más justas, donde la movilidad no sea una barrera para el desarrollo humano. El costo de la inacción –en desigualdad, congestión, contaminación y pérdida de productividad– es infinitamente mayor.
Es hora de reconocer que un boleto accesible es, en realidad, un pasaje hacia un futuro urbano más viable y humano.