Lejos de ser un gasto, la inversión sostenida y de calidad en salud, educación y protección social es parte de la acumulación de capital humano, un activo tan fundamental para la productividad, la innovación y el crecimiento sostenible a largo plazo como el capital físico.
Por lo tanto, no se debe desmeritar un tipo de gasto en favor del otro, sino perseguir un equilibrio inteligente y sinérgico que reconozca la complementariedad entre ambos para construir sociedades y economías prósperas, equitativas y resilientes.
La raíz de este falso dilema se encuentra en una mentalidad política que privilegia lo tangible, inmediato y fácilmente medible. Un puente, un viaducto, una ruta o un puerto son activos visibles, con ciclos de vida y retornos que pueden modelarse. Su inauguración ofrece un rédito político inmediato y tangible.
En contraste, los beneficios de educar a una generación o de garantizar un sistema de protección social o un sistema de salud preventivo se materializan en el largo plazo, más allá de un ciclo político y su valoración escapa a las métricas contables tradicionales.
Esta mirada cortoplacista lleva a clasificar el gasto en salarios de docentes y personal sanitario, en materiales educativos, en medicamentos, en alimentación escolar o en programas de nutrición infantil como “gasto corriente”, señalando implícitamente que es un consumo que se extingue en el momento del desembolso, sin crear un activo duradero.
La teoría del capital humano desarrollada por economistas como Gary Becker y Theodore Schultz desde mediados del siglo XX demuestra que los conocimientos, habilidades, competencias y atributos de salud que las personas adquieren a través de la educación, la formación y el cuidado son un stock de capital tan real como la infraestructura vial. Este capital se acumula, se deprecia si no se mantiene, genera rendimientos tanto para las personas –mayores ingresos laborales– como para la sociedad en su conjunto, mayor productividad, innovación, cohesión social.
La inversión en capital humano a través del gasto corriente en salud, educación y protección social es una precondición para el desarrollo y su motor más potente, sobre todo cuando un país está en periodo de bono demográfico. Sus efectos multiplicadores son altos y están interconectados.
El falso dilema entre gasto corriente e inversión de capital es un mito pernicioso que lleva a políticas fiscales cortoplacistas y miopes, que sacrifican el futuro productivo y el bienestar de las sociedades. El debate debe pasar de la cantidad a la calidad y eficiencia del gasto.
Tanto el gasto corriente como el de capital pueden ser despilfarrados y el manejo de ambos son igualmente susceptibles de corrupción.
La educación y la salud no son gastos que consumen recursos; son los cimientos de una inversión estratégica en el activo más valioso y renovable de una nación: El potencial de su población.
Un país que subinvierte en su capital humano, por más puentes y aeropuertos que construya, está construyendo sobre arena.
Su crecimiento será frágil, desigual y insostenible. Por el contrario, una visión fiscal inteligente y de largo plazo reconoce que los cimientos del desarrollo están en la acumulación de ambos tipos de capital. Este reconocimiento exige financiar consistentemente a través del gasto corriente de calidad, los sistemas que forman, curan y protegen a las personas, mientras se construye la infraestructura que permite a ese capital humano potenciarse e innovar.