La desconexión entre los indicadores macroeconómicos y la experiencia ciudadana resulta evidente: Hospitales públicos colapsados que dependen de donaciones ciudadanas, un sistema educativo crónicamente subfinanciado y la persistente inseguridad revelan que el llamado “milagro económico” no se traduce en mejoras concretas para la población. Gobernar para las estadísticas ha demostrado ser más sencillo que resolver los desafíos fundamentales.
Esta estrategia de evasión encuentra su expresión más clara en la política de obras públicas. Grandes inauguraciones opacas en costos sirven de cortina de humo para ocultar el deterioro institucional. Mientras se construyen infraestructuras visibles, se descuida lo esencial: un sistema judicial eficiente, organismos de control autónomos y una administración pública profesionalizada. Se invierte en el esqueleto del país mientras se abandona su sistema nervioso.
El costo de esta divergencia entre relato y realidad recae directamente sobre la ciudadanía.
Las familias deben organizarse para suplir carencias del Estado, los trabajadores ven cómo sus ingresos se deprecian pese al “crecimiento”, y la confianza en las instituciones se erosiona día a día. Esta brecha no es accidental; responde a una elección política que prioriza la percepción sobre la transformación genuina.
La madurez democrática exige superar esta fase de negación cómoda. Han transcurrido suficientes décadas desde la transición para haber construido instituciones sólidas.
La excusa de la “joven democracia” ya no justifica el estancamiento en reformas necesarias ni la perpetuación de prácticas que contradicen el Estado de derecho.
El desafío actual consiste en reemplazar la espectacularización por la gestión metódica, los relatos grandilocuentes por soluciones concretas, la política como espectáculo por la política como servicio. Paraguay requiere menos anuncios y más ejecución, menos proyecciones optimistas y más rendición de cuentas transparente.
La verdadera modernidad no se mide por la magnitud de las obras, sino por la eficacia de las instituciones. No se demuestra con cifras macroeconómicas aisladas, sino con indicadores de desarrollo humano.
El progreso auténtico se verifica cuando las promesas se materializan en mejoras tangibles para la vida diaria de las personas.
El camino hacia un Paraguay desarrollado exige abandonar los atajos de la narrativa facilista y emprender la ruta ardua pero necesaria de las reformas estructurales. Solo mediante esta confrontación valiente con la realidad podremos construir un futuro que no dependa de espejismos, sino de cimientos institucionales sólidos y compartidos por toda la ciudadanía.