12 oct. 2024

Peña y “el honesto Abe”

Es probable que el presidente Santiago Peña haya visto en su no muy lejana juventud aquella monumental película dirigida por Steven Spielberg, en la que el inigualable Daniel Day-Lewis encarnó a un atribulado Abrahan Lincoln lidiando con las atrocidades de la guerra y las miserias de la política. En el filme nos cuentan cómo el mítico presidente de los Estados Unidos tuvo que dilatar el fin de aquel sanguinario conflicto entre los estados del norte y del sur hasta tanto consiguiera los votos necesarios para aprobar la decimotercera enmienda constitucional, la que abolió la esclavitud para siempre. Para hacerlo, “el honesto Abe” necesitó de intermediarios que cosecharan votos disidentes a cambio de lucrativos cargos en el Estado. En definitiva, compró los votos para proscribir la servidumbre y acabar con la guerra de secesión. Y la historia lo recuerda y lo recordará por siempre por esos dos últimos hechos.
El filme permite diferentes lecturas; una de ellas –la favorita de la jauría republicana local– es que en política la ética y la moral son relativas, y que siempre la relevancia colectiva de un determinado fin terminará por justificar los medios. En alguna de las varias entrevistas que me concedió Peña antes de alcanzar la presidencia, dejó entrever que solo se pueden hacer cambios significativos desde el poder, y que para llegar a ejercer ese poder era inevitable jugar con las reglas de quienes hoy lo detentan. Había que remangarse y bajar al fango de la política.

Puede que sea muy cándido de mi parte, pero realmente creo que Peña se autoconvenció de que podía ser “el honesto Abe”, que debía admitir las reglas torcidas de la política paraguaya con tal de ganarse la oportunidad de hacer aquellos cambios que provocaran a la larga una transformación de fondo, tanto del Estado como de la sociedad misma. Una segunda posibilidad –acaso más realista– es que nuestro joven economista se haya inventado esta historia para justificar ante su propia conciencia la asunción de un rol lastimoso; el de ser la cara visible y la voz cantante de una organización que lleva tres cuartos de siglo generando fortunas espurias para una minoría parásita a costa del dinero público y de la destrucción de oportunidades para la mayoría.

Siguiendo mi línea de ingenuidad cuasimística, puedo suponer que hay un equipo de técnicos e incluso de algunos políticos que compraron el sueño de Peña y que genuinamente creen que con transformaciones administrativas y legislativas es posible provocar desde adentro una revolución silenciosa, que se puede introducir en la cueva de los neandertales la llama cegadora del cambio sin que se peguen el pecho y muelan a golpes a los portadores del fuego de la modernización.

Y querría seguir con la misma vena lírica, pero soy periodista y llevo demasiado tiempo en la profesión como para fantasear con los paralelismos cinematográficos. Peña no es Lincoln y los cambios que proyecta son importantes y seguramente provocarán mejoras con el tiempo, pero no suponen modificaciones radicales, no acabarán con las guerras tribales partidarias ni reducirán las brechas dolorosas abiertas entre las minorías privilegiadas y el grueso de la población maltratada o ninguneada por el Estado.

Lincoln tenía el poder, un poder que construyó imponiéndose como candidato por méritos propios, ganando las elecciones y sosteniendo su liderazgo con una honestidad indiscutible y una capacidad de comunicación con sus gobernados envidiable.

Nosotros no tenemos una guerra ni una enmienda que nos urja. Nuestra crisis es moral. La clase política gobernante pretende convencernos de que no hay bien y mal, que las acciones tampoco pueden clasificarse como tales, que solo existe un interminable gris y que todos y cada uno de nosotros respondemos exclusivamente a intereses particularísimos, que nadie busca el bien común.

Por supuesto que es falso. Y el presidente Peña comete la estupidez política de creérselo. Él se quedó con ese desliz inevitable en la carrera de Lincoln, no con todo lo que fue su gobierno. Para comprar o vender votos tenemos una legión de profesionales, lo que no tenemos es un “honesto Abe”.

Más contenido de esta sección