El manejo de las finanzas públicas, especialmente del gasto público, se rige por la Constitución y varias normas que establecen claramente mecanismos, competencias, y funciones de cada una de las instituciones públicas involucradas. Este marco establece un ciclo aparentemente robusto que incluye las fases de programación, formulación, aprobación legislativa, ejecución, control y evaluación.
En teoría, este ciclo garantiza predictibilidad, responsabilidad y alineación con los planes de desarrollo. No obstante, en la práctica este andamiaje formal se resquebraja, revelando una desconexión con los principios de racionalidad presupuestaria.
La falta de racionalidad se manifiesta en problemas concretos y recurrentes que definen la gestión fiscal. Uno de los síntomas es la acumulación constante de deudas con proveedores de bienes y servicios. El problema genera inseguridad jurídica para los proveedores, interrumpe servicios esenciales y crea pasivos contingentes que afectan la credibilidad fiscal y la posibilidad de financiar la política pública en los años subsiguientes.
Otro ejemplo son las múltiples ampliaciones presupuestarias durante el año. Si bien las normas vigentes permiten modificaciones durante el año para dotarle de flexibilidad y capacidad de adaptación a las contingencias, en la práctica se han convertido en un mecanismo que socava la planificación a mediano y largo plazo y demuestra las deficiencias de la planificación anual.
El problema se agrava con el efecto al año siguiente. Los compromisos asumidos en un ejercicio fiscal y que no pueden ser pagados se postergan al año siguiente. Otras veces, esa ampliación se mantiene como obligación para los siguientes años, como ocurre con los aumentos de salarios. Esto significa que el presupuesto del nuevo año no solo debe financiar sus propias actividades, sino también saldar las obligaciones pendientes del pasado, distorsionando por completo su propósito original y perpetuando un ciclo de insuficiencia crónica, así como incorporar el aumento del año anterior.
Un tercer problema es el derivado de decisiones unilaterales del MEF sobre recortes y reasignaciones de fondos durante el año fiscal o de retrasos en las transferencias sin aviso o consulta con las instituciones afectadas. Esto debilita la planificación operativa de los ministerios y entidades, cuyos programas se paralizan o se ejecutan a medias por falta de fondos.
La fase de aprobación legislativa es quizás donde la racionalidad técnica choca de frente con la racionalidad política. El Congreso tiende a enfocarse en la asignación de recursos, más que en una evaluación técnica del impacto y la eficiencia del gasto. Esta dinámica, sumada a la presión de grupos de interés, el clientelismo y los conflictos de interés llevan a la aprobación de gastos sin fuentes adicionales de financiamiento.
El resultado es un documento que, desde su origen es financieramente insostenible e incapaz de asegurar calidad. Superar esta situación requiere más que ajustes técnicos, exige un cambio cultural e institucional profundo que debe ser liderado por el Ministerio de Economía y Finanzas.