20 dic. 2025

Nosotros somos el poder

El lenguaje filomafioso, a menudo rufianesco de la más obscena calaña, forma parte congénita de la práctica política del cartismo. En esencia, emana de la personalidad de su propio fundador y líder, Horacio Cartes. Hoy, aunque arrinconados cada vez más, muchos posan de anticartismo combatiente y sufrido en tribunas políticas y periodísticas, pero hacia 2012 pocos notaban (o, más bien, no querían notar) las maneras y las prácticas esencialmente mafiosas de aquel millonario macanudo que “invertía” en el fútbol. “Un socio que ayuda”, lo “minimizó” convenientemente el actual presidente de Libertad, Rubén Di Tore, hace poquito. Un modelo de éxito empresarial con influencia social era entonces el “ex empresario” tabacalero, pero ya acostumbraba a modificar mediante el dinero estatutos partidarios para provecho propio, como más tarde (ya presidente) se acostumbró con sus otros “amigos empresarios exitosos” a utilizar al Estado para sus fines particulares. Lo que no pudo hacer hasta ahora, pero no dejará de buscarlo, es modificar la Constitución Nacional a medida suya y del capitalismo de amigos y secuaces que nos gobierna bajo el Partido Colorado desde 1947, pero que necesita una “reforma”.

Todas las tapas de los periódicos de Asunción festejaron en 2013 la llegada al poder del millonario-que-no-tiene-necesidad-de-robar. Hubo entonces un avasallante consenso de las clases medias y altas, en sus manifestaciones políticas y culturales más conservadoras y neoliberales a la vez, en torno a la figura de Cartes como salvador del “malón izquierdista” que encarnaba el “viejo señor obispo” reducido, consiguientemente, a senador con importante capacidad de negociación durante dos periodos, hoy retirado obligatoriamente de la realpolitik, con su grey disminuida electoralmente.

A pesar de que, con la investidura de presidente del Paraguay, Cartes siguió y seguirá expresándose siempre en una lengua viperina, oriunda de un stronismo tardío y parido en parte en la frontera brasileña del narcotraficante Fahd Yamil, hubo quienes se apresuraron a elogiarlo en sus comienzos como el Tercer Reconstructor de la República tras Bernardino Caballero y Alfredo Stroessner, según la teología histórico-política del coloradismo eterno fraguado inicialmente por el dictador militar entre 1954-1989, reactualizada a una cierta modernidad tecnocrática por su émulo civil con hábiles asesorías y cuadros gerenciales, algunos devenidos políticos profesionales como Santiago Peña o Lea Giménez. Sin embargo, a diferencia de Caballero y Stroessner, Cartes no fue “reconstructor” (en el caso de que los anteriores lo fueran, que no) después de un “legionarismo” de posguerra internacional y civil sino tras efectivamente 35 años de “paz y progreso”, de cuya corrupción final él mismo nació como empresario malabarista de los dólares a precio preferencial.

“¡Nosotros somos el poder electo por el pueblo! ¡El fiscal (general del Estado) se va cuando nosotros queremos!”, amenazó el miércoles con furia gansteril el seccionalero, funcionario de Aduanas en Montevideo bajo el manto de Nicanor Duarte Frutos hace casi veinte años, furibundo empresario de la construcción y de los juegos de azar con denuncias (de ex socios) por estafa y (del Fisco) por evasión impositiva, convertido hace poco por fin en diputado tras varios intentos infructuosos, el desaforado (no en sentido parlamentario, penosamente), Yamil Esgaib Mancia.

El lenguaje en el espacio político suele decir mucho de la práctica política. Lenguaje y práctica son hoy en el Partido Colorado una mezcolanza estructural de teología histórico-política, corporativismo y capitalismo gansteril que no conoce otra forma de expresarse a pesar de su tecnocracia, aun cuando den lustre catedrático a la esencia rufianesca del cartismo (de la minoría colorada hay mucho menos que esperar, patrimonialistas del viejo stronismo genético) los flamantes titulados por universidades estadounidenses Peña, Giménez o Carlos Fernández Valdovinos.

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