18 mar. 2025

No somos amigos, nunca lo seremos

Un ofuscado burócrata se presentó una tarde al diario donde empecé a ejercer el periodismo para quejarse porque le había dedicado apenas quince líneas a un reparto de víveres que organizó su oficina en cierta comunidad nativa.
Preguntó molesto cuándo consideraría que había hecho lo suficiente como para ganarse un titular de portada. Mi jefe lo miró divertido y le respondió que apenas descubriéramos en cuánto sobrefacturó las provisiones lo pondríamos en tapa.

Pasaron treinta años desde entonces y en todo ese tiempo he visto cómo cada nuevo gobierno incurre, más tarde o más temprano, en la misma queja, como si no supieran en realidad cuál es el rol de la prensa. Por eso, me parece oportuno recordarlo, por si hubiera aún algún administrador público lo suficientemente despistado como para suponer que los periodistas estamos pendientes de sus acciones para felicitarlo por hacer aquello que está obligado a hacer y por lo que los contribuyentes le pagamos un salario.

En ninguna democracia existe una prensa independiente del poder político, cuyos periodistas celebren al Estado un vaso medio lleno. Nunca. Siempre criticarán ese vaso medio vacío. Y, probablemente, cuestionarán además cómo se compró el vaso, a qué precio y qué parentesco tenía el vendedor del vaso con el burócrata que autorizó su adquisición. Ese es su rol.

Alguno se limitará a informar que hay un vaso financiado por el Estado que contiene un líquido que llega hasta la mitad del recipiente. Otro irá un poco más allá y recordará que la otra mitad sigue vacía, y puede que un tercero investigue e insinúe o confirme quién se quedó con la mitad faltante. Pero ninguno que realmente haga periodismo pondrá énfasis en que el administrador de turno llenó ya la mitad del vaso. De eso, se encargará el propio administrador, lo hará con bombos y platillos, con fotos y contenido para las redes, y seguramente dirá que es la primera vez en la historia que se alcanza esa cota en el vaso público.

Eso se llama propaganda. Es el cacareo oficial.

Todos los gobiernos sueñan con que la prensa les haga propaganda. Y cuando se encuentran en la radio, el noticiero o la tapa del periódico con la información de que el vaso sigue medio vacío, o que no se llenó por completo, aseguran ser víctimas de una persecución mediática y comienzan a hablar nuevamente de la necesidad de una ley que regule a la prensa. Por eso, casi todos los políticos son grandes defensores de la libertad de prensa, hasta que llegan al poder y tienen que enfrentar esa irritante relación con los periodistas.

Un repaso de la historia reciente nos da pistas de cómo funciona esa relación. No hubo un solo presidente, desde el advenimiento de la democracia, que no haya visto con horror cómo algunas de sus trapisondas aparecían en noticieros y portadas de diarios, y sus acciones –que ellos consideraban proezas de estadista– apenas recibían alguna cobertura. Ninguno que no concluyera que solo con él eran injustos, y que con todos los demás habían sido más benignos.

Felizmente, mientras alguien siga ejerciendo la profesión esa relación no cambiará. La prensa no existe para elogiar lo que los administradores del dinero público hacen bien, porque es lo que están obligados a hacer de acuerdo con la ley y los compromisos que asumieron con sus votantes. Existe para recordarles todos los días lo que no hacen o hacen mal. La prensa no es su amiga ni su aliada, es un vigilante incómodo, impertinente, desconfiado y a menudo con excesos. Es su pesadilla.

Por supuesto, la prensa no está exenta de todos los males de la sociedad. Hay corrupción, sesgo político, intereses económicos, mediocridad y hasta simple mala leche. La ventaja es que nosotros vamos a elecciones todos los días. Y la prensa que sobrevive por sus propios medios, la que se ve, se oye y se lee, es la que la gente elige. Igual que los gobiernos. Los eligieron para administrar la cosa pública y a nosotros para vigilarlos a ellos. No somos amigos, nunca lo seremos. Y eso es bueno.

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