19 abr. 2024

Mientras tanto, sangre

Antonio Gramsci notó hace un siglo que cuando el capitalismo no logra dominar ya las fuerzas productivas –cuando pierde su esencia competitiva y comienza a elucubrar ensueños raros con la naturaleza y usos del Estado– es que se ha vuelto reaccionario y su periodo fascista ha comenzado a materializarse.

En esta etapa, correspondiente en su práctica radical al medio siglo entre las guerras mundiales, el capitalismo “ha reducido al Estado al papel de su agente comercial directo”. Aquí “la milicia nacional, la burocracia, la magistratura, todas las instituciones del poder gubernamental” son meros “instrumentos inmediatos de su permanencia y su desarrollo”.

Escribía esto en 1920. Pensaba en Italia. Era consciente, empero, de que la reacción “no es solo italiana: Es un fenómeno internacional”. El matrimonio entre aquella y el capital llevaría a la humanidad a una segunda guerra planetaria. El complot entre industriales, terratenientes, financieros y masas embrutecidas llevó a Gramsci a la cárcel primero y a la muerte después en cautiverio, en 1937, cuando Mussolini era ya dictador.

Cinco años más tarde, en pleno despliegue de los ejércitos de Hitler por Europa y África, Max Horkheimer escribió en su exilio norteamericano el breve, pero sustancioso ensayo El Estado autoritario. Aquí el capital y la reacción devienen algo que dos décadas antes Gramsci vislumbraba apenas: Totalitarismo, el control entero de la vida social. Esto es: “Capitalismo estatal”, “el Estado autoritario de nuestros días”. ¿Cuánto de sus rasgos (generados por la reacción en época de crisis económica global, de revueltas nacionales e identitarias y de guerra mundial) subsiste? Si hemos de creer al Horkheimer de 1942 y, también, al de 1950 de Enseñanzas del fascismo, mucho.

Desde los años 70, el neoliberalismo es una nueva mascarada del capital en torno al Estado. Bastante cínica. Porque no solo presume su independencia e imparcialidad de aparato estatal, sino cerca su naturaleza cargándola de ideología, de mentiras. Afirma que puede prescindir de él, cuando solo es capaz de realizar sus presupuestos volviéndolo su agente principal y autoritario si hace falta, como demuestran los tempranos casos de Chile y Singapur.

Es gracias al Estado que los poderosos aseguran sus dividendos. Si en la época de Gramsci y de Horkheimer, y aún a fines del siglo XX, los empresarios no tenían ninguna necesidad de encabezar proyectos partidarios, sino el privilegio económico de actuar en las sombras, en el contexto neoliberal de democracias emplazadas la necesidad clasista es a la vez política y narcisista: El paradigma del líder es empresarial, autocomplaciente, algorítmico y mediático: Donald Trump, Mauricio Macri, Enrique Peña Nieto, Sebastián Piñera, Horacio Cartes.

La novedad es que el Estado capitalista (autoritario o no, en Estados Unidos o en Rusia, no importa) es ahora lo que la economista Marians Mazzucato llama Estado emprendedor (2014). Aquí demuestra que lo que tradicionalmente el capital se arroga como suyo –tecnología, innovación, crecimiento, etc.– está financiado con amplísimos recursos públicos, a lo largo y ancho del mundo. Aquí el Estado asume los riesgos; el autodenominado “país que trabaja”, las ganancias: Agente comercial directo, que decía Gramsci.

En materia de Estado autoritario, finalmente, Paraguay tiene larga prosapia, desde Francia y los López. Nacionalistas colorados y liberales conservadores aportaron después lo suyo, hasta la aparición del dominio militar de posguerra más propiamente fascista. Alfredo Stroessner introdujo el totalitarismo, de la mano norteamericana. Sus herederos nos gobiernan. Cartes encarna nuestra versión kachiãi del Estado emprendedor, de la mano israelí. Es el círculo histórico (asociado al Estado gansteril que merece un tratado aparte), que una élite espuria quiere cerrar a las patadas y las balas en este país. Nada más pasa que la plutocracia mafiosa no se pone de acuerdo cómo lo harán.

Mientras tanto, sangre.

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