Escribo en esta ocasión en modo de autobiografía. Analizo los hechos y la frialdad de los datos mediante la lectura de los acontecimientos actuales. Mi contexto no es el ideológico ni el partidario. Para producir un análisis certero, un estratega siempre debe ubicarse en el tiempo y el espacio. En su contexto. Me remonto al otoño europeo del año 2008, Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional (IHEDN), Escuela Militar, París. Me llamaba la atención la fascinación francesa por el mundo oriental, incluso desde antes de los tiempos de Napoleón. Se lo dije al profesor Christophe Stalla-Bourdillon. Hombre interesante Christophe, capitán de Fragata retirado de la Armada francesa, políglota (habla cinco idiomas), experto en inteligencia económica. La explicación que me dio sobre la necesidad de Francia de relacionarse con el mundo árabe y del Lejano Oriente, China principalmente, tenía sus razones, principalmente las geopolíticas y económicas, negocios. Solo que ese relacionamiento ya traía al conflicto en sus entrañas. Se lo señalé. Diplomático, guardó un respetuoso silencio probablemente extrañado por el comentario del alumno, un militar paraguayo. El tiempo me dio la razón.
De los americanos aprendí el practicismo. El uso de la fuerza para resolver un problema que se precie de ser urgente, es decir, la agresividad, que consiste en cambiar espacio por tiempo. De los franceses, en cambio, la filigrana de la estrategia. Lo esencial era imperceptible ante los ojos. Es que nunca se puede llegar a ser buen estratega sin pasar por el cedazo de una buena educación militar porque necesariamente ello conlleva el entrenamiento táctico.
Con el riesgo que ello implica, soy partidario del empleo de las Fuerzas Armadas en conflictos relacionados con el narcotráfico. Pero acá no analizaré las consecuencias negativas –que las hay–, sino el uso de la fuerza en sí. Es que dicho empleo modifica su historia y cambia a su naturaleza identitaria. Sintetizando, se inaugura una nueva era en su misión.
Medios norteamericanos anunciaron esta semana con mayor énfasis el inicio de una escalada en las tensiones en el Caribe. Lo novedoso no resulta el uso de una parte del elemento militar, sino de la suma del empleo total de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos de América: Ejército, Armada, Fuerza Aérea, Navy Seals. Se suman la CIA y la DEA. Sus antecedentes inmediatos se remontan a las invasiones en Granada y Panamá. El objetivo primario es acabar con los carteles de drogas que operan en algunos de los países de la región. Lo novedoso es que el presidente Donald Trump, por primera vez y de manera oficial, utiliza a toda esa fuerza con respaldo legal en Latinoamérica. Sin embargo, lo más interesante radica en el hecho de que la operación en curso entraña realmente a tres fines u objetivos: en primer lugar, lo descripto, el hecho típicamente bélico, el enfrentamiento en modo militar en contra de la producción de drogas objetivando a los carteles del narcotráfico y el entorno político que lo sostiene como socio. Segundo, uno antropológico, similar a la edad de bronce. En esos tiempos, las sociedades más avanzadas comenzaban a invadir regiones habitadas por otras más frágiles –donde imperaban la injusticia y los vicios– para obtener mayores bienes de consumo; “en la medida que se prolongaba la existencia humana, las migraciones de las tribus armadas buscaban obtener por la fuerza, los bienes que le faltaban” (cita de Gabriel Bonnot de Mably, la ley del bronce en el libro Las Guerras, de Gastón Bouthoul, página 112) y en tercer lugar, por una razón geopolítica.
Estados Unidos tiene condiciones para desplegar más de cinco teatros de guerra. A su prioridad actual que se disputan el Pacífico asiático se suma el desplazamiento en el mar Caribe. Para el presidente Trump, la guerra entre Rusia y Ucrania es, de momento, un problema europeo. China, Rusia y, mínimamente, Irán, sumadas a las organizaciones fundamentalistas islámicas en modo de crimen organizado, han objetivado a Latinoamérica y sus necesidades financieras como geografía apetecible de expansión. En suma, la potencia hegemónica concibe hoy a nuestra región como un problema geopolítico central que atenta en contra de su estabilidad.
En la ciencia del arte militar es comprensible y hasta lícita la intervención militar norteamericana por estas lides; sin embargo, ello no nos sustrae de las comparaciones con la guerra de Troya descripta en la Ilíada y la Odisea.
Lo fascinante, por decirlo de algún modo, no radica en lo bélico en sí solamente, sino en sus consecuencias inmediatas.
¿Qué le espera a Latinoamérica? ¿Qué es lo que se viene a continuación? ¿Una especie de balcanización o desmembramiento entre regiones administradas por el Estado versus el crimen organizado y el narcotráfico?, o ¿una especie de conflicto sin fin, del tipo crónico similar al de Medio Oriente que enfrenta a judíos y cristianos contra el fundamentalismo islámico de manera secular?
Troya, la película del año 2004, tiene un guion delicioso. El argumento trata del envío para la invasión de aquella ciudad de una poderosa flota micénica en venganza por el rapto de Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta. Es que, finalmente, ninguna flota de guerra cruza el océano solo por causa del amor hacia una mujer. Como colofón, las causas están relacionadas con la sobrevivencia de las sociedades humanas, luchas propias motivadas por la voracidad de los bandos en pugna.