11 oct. 2025

Le pedí que me acerque al aeropuerto

Hay un placer temporal que se puso de moda en medio del agotamiento sistémico que sufre esta generación, y es estar solo, no hablar con nadie, encerrarse mirando una serie con la única compañía de un pequeño gatito.

Suena relajante, pero la realidad es que es aislante, un efecto de una rutina agotadora que tiene como prioridad la productividad. Suprimimos la interacción humana por falta de tiempo, energía, dinero, y perdemos lo que realmente importa, que es encontrarnos con el otro, encontrarnos en otros.

Pero no se trata solo del cansancio. Las relaciones entre personas se fueron sustituyendo y mercantilizando sus efectos. Tecnología y tarjeta de crédito son suficientes para reemplazar el favor de un amigo.

La psicóloga colombiana Luciana Beccassino, autora del libro Si nos enseñaran a amar, hace una descripción interesante de cómo fuimos sustituyendo la interacción para evitar la fricción con otras personas.

Menciona, como ejemplos sencillos, que anteriormente le pedíamos a un cercano que nos lleve al aeropuerto, ahora vamos en Uber. Antes le pedíamos a nuestra madre una sopa si estábamos enfermos, ahora solo pedimos delivery.

Resolverlo todo en soledad es debilitar el tejido comunitario y, en este caso, fortalecer el mercado. La pérdida de nuestros vínculos es el nuevo modelo donde no hay cuidados, no hay ternura, no hay cercanía, no nos pedimos favores y evitamos “incomodar” al otro, y así hacemos nuestras vidas en las ciudades, metidos en nuestros departamentos, aislados.

La frase más popular de la serie El Eternauta, “lo viejo funciona”, que en la trama aplicaba a la dependencia tecnológica, la podemos traer a este tiempo en que quizá debamos volver a lo viejo para de nuevo construir la comunidad que estamos desintegrando.

Parar y retroceder. Algunos todavía tenemos memoria de cuando las conversaciones con las personas eran más frecuentes. Era muy común relacionarse con los vecinos, pedir prestado, visitar a amigos y familiares.

La presencia física es irreemplazable, con sus pausas, gestos, abrazos, aromas, sonidos, silencios y sensaciones que nos devuelven la humanidad.

La sociedad romantizó la soledad y la independencia total cuando es la capacidad de construir comunidad la manera verdadera de empoderarnos.

Una app nunca podrá reemplazar una tarde de charlas donde compartir comida, risas e historias. Para qué tanta independencia si al final del día no podemos compartir con otros nuestros logros, alegrías o dolores.

No todo tiene un valor monetario. Construir comunidad hoy es animarse a romper con un esquema impuesto que nos aísla y nos hace meros productores.

El valor de lo humano es poder armar ese tejido que un día nos cuidará cuando estamos enfermos, regará las plantas o dará comida al gato cuando no estemos en casa. O solo será compañía en la vida.

La comunidad cuida, ayuda, protege a los hijos del otro, organiza polladas cuando hay problemas de salud, te lleva al colegio o al aeropuerto, o a aquella casa en otra ciudad donde te esperan tus afectos.

El sistema es un monstruo grande. No siempre podemos pelear contra todo. Pero sí organizarnos para ello. La batalla de este tiempo es contra el deterioro de lo humano, y no podemos dejar que el cuidado y la ternura se dejen de lado por la tecnología, la productividad, el mercado y el cansancio.

Juntémonos. Hablemos con el otro, compartamos más comidas caseras. Dejemos que nos lleven los amigos. Conversemos más de nuestros problemas y preocupaciones, y también de nuestras alegrías.

Y aunque la interacción humana se volvió más difícil, tenemos que volver a promoverla y ayudar a conectar, incluyendo a más personas en cada núcleo, al amigo del amigo, que agrande el tejido. Que la vieja costumbre de invitar, vuelva, porque funciona.

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