Por Santiago Caballero
Comunicador, docente, escritor.
El triste día en que me contaron la muerte del amigo Aníbal Barreto Monzón, muy a pesar mío, tuve que ir al centro de la ciudad a cumplir unas diligencias o deligencias, según nuestro hablar. El día gris, ventoso, se unió a mi dolor, a mi impotencia. Realicé lo más rápido posible los cometidos, crucé la plaza de la Democracia y me llamó la atención que varias de las fotografías exhibidas estaban en mal estado debido a los ventarrones. Pero, particularmente uno de los afiches me atrajo, una fotografía en cuyo epígrafe se podía leer que se trataba de una quemazón de libros realizada por los militares en Córdoba, Argentina, como parte del Proceso de Reorganización Nacional de la dictadura.
Me quedé estupefacto. Hoy, entonces, cuando despedimos al entrañable amigo propulsor de las Bibliotecas callejeras, llega a mí, y a los otros transeúntes, una de las quemazones de libros perpetradas por quienes creen que al incinerar los envases, las envolturas, los paquetes, pueden exterminar el pensamiento, la libertad, la justicia. Recuerdo con meridiana claridad cuando ante el terror de los procedimientos stronistas tuve que enterrar los libros que pudieran comprometer mi vida y la de mi gente; un gentil amigo se hizo cargo del entierro en el patio de su casa. Cuando los militares asaltaron la casa y llevaron preso a mi maestro Antonio Cecchin, en Porto Alegre, Brasil, se disponían a secuestrar varios de sus libros, el maestro les dijo: “Pero si esos libros los compré aquí, en las librerías de la ciudad”; el militar le respondió: “Allí pueden estar, pero aquí en su biblioteca, no”.
Aníbal nos deja más de un centenar de bibliotecas callejeras, esparcidas por todo el país. Son libros a disposición de todos, libre y gratuitamente. Cuando pensábamos que no tendría éxito la idea, aquí está el resultado. En un país donde, decimos nadie lee o que vaciarán los estantes para apropiarse de los libros, allí están, la gente presta y los devuelve, nadie se los deja para sí. ¡Grande, Aníbal!
Conocí a Aníbal y a su familia en Coronel Oviedo cuando éramos adolescentes, estudiantes de la secundaria. Yo estudiaba en Villarrica. El compañero Marcial Rojas, su primo, me invitó a dar una vuelta por su valle, Cecilio Báez, y de paso visitamos a la familia Barreto, su parentela. Recuerdo un enorme caserón, una familia numerosa, bulliciosa, llena de actividades. Desde entonces, por distintos caminos, las más de las veces a distancia, seguimos amigos, él, sus hermanos y hermanas.
Gracias, Aníbal, por hacernos partícipes con tu utopía de una nueva sociedad, de lectores de la vida, de libros, de angustias y esperanzas de nuestro pueblo. Gracias, por enseñarnos a superar las barreras del chentesé, de la desconfianza, de las desigualdades y potenciar la projimidad. Las letras escritas y las vivientes nos ayudarán. Así lo creíste vos siempre. Así lo debemos creer todos tus amigos.
Tacumbú, 13.09.23