El martes de la semana pasada se dio inicio a la Asamblea General de las Naciones Unidas, un espacio que desde hace 80 años reúne a los principales líderes mundiales para debatir los grandes desafíos que afronta la humanidad.
Esta organización fue creada en el año 1945 con un propósito noble y un mandato muy ambicioso: Evitar que se repitiera los horrores de la Segunda Guerra Mundial; su carta fundacional dice que su objetivo es “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra” y “promover la cooperación internacional para asegurar la paz”.
Ocho décadas después, esa promesa no se ha cumplido. Lejos de garantizar la paz, el mundo se encuentra minado por alrededor de 56 conflictos bélicos, la cifra más alta desde la creación de la ONU, que se encuentra paralizada e incapaz de dar respuestas.
Hoy el mapa mundial está lleno de enfrentamientos de extrema gravedad. En el corazón de Europa, Ucrania sufre la invasión rusa y una guerra de gran escala. En el Medio Oriente, los grupos fundamentalistas Hezbolá, huties y Hamás, financiados por Irán, siembran el terror y la respuesta de Israel, especialmente en Gaza, lleva la violencia a un nivel sin precedentes. En el África tenemos más de 25 conflictos armados olvidados, pero que desplazan a millones de personas, desde Sudán hasta el Sahel. Y en el Asia, las tensiones en torno a Taiwán y el Mar de China Meridional amenazan con desatar nuevas confrontaciones.
Ante este panorama, el Consejo de Seguridad de la ONU, llamado a ser el garante de la paz mundial, se muestra impotente. Los vetos de las grandes potencias convierten a este órgano en un espacio de bloqueo permanente. Rusia veta cualquier resolución sobre Ucrania; Estados Unidos hace lo mismo con Israel; China protege a sus aliados estratégicos y el resultado es siempre el mismo: La inacción.
Es cierto que la ONU tuvo logros en el pasado. Supervisó procesos de descolonización, acompañó transiciones democráticas y promovió importantes agendas globales en derechos humanos, cambio climático y desarrollo sostenible. Pero esos avances pierden significación ante su incapacidad para cumplir su mandato esencial: Preservar la paz.
La raíz del problema es estructural. El sistema que hoy rige fue diseñado en el año 1945 por las cinco potencias triunfadoras de la Segunda Guerra Mundial –EEUU, Rusia, Reino Unido, Francia y China– que se autoadjudicaron un lugar permanente en el Consejo de Seguridad y el derecho a veto de sus resoluciones.
Este sistema ya no representa la estructura del mundo actual donde países más poderosos que algunos de los citados, como Japón, Alemania, India o Brasil, no tienen las mismas prerrogativas de los fundadores.
El multilateralismo atraviesa una crisis existencial. Cada potencia juega a favor de sus intereses y las instituciones internacionales se vuelven irrelevantes. El costo lo pagan los más débiles, los que mueren o quedan mutilados por los bombardeos, los millones de exiliados y refugiados y los que pierden familiares y patrimonio; todo debido a los conflictos interminables.
Para cambiar la situación no alcanzan los discursos solemnes ni las cumbres presidenciales que terminan en declaraciones vacías, como las que escuchamos la semana pasada en la Asamblea General.
Para cambiar la situación, la ONU necesita de una reforma profunda, que elimine los privilegios de las grandes potencias y que le permita tomar decisiones efectivas, que hagan posible el cumplimiento de su gran promesa: Evitar las guerras.
De lo contrario, seguirá siendo un espectador impotente de un proceso que inevitablemente, más temprano que tarde, puede llevarnos a un holocausto nuclear y al fin de la humanidad.
El mundo necesita una nueva gobernanza capaz de frenar la barbarie. Ha llegado la hora de repensar –desde cero– cómo organizar el poder global, para que el “flagelo de la guerra” no siga siendo una tragedia cotidiana.