Su historia es tan rocambolesca que solo pudo haber sucedido en el contexto de una gran descomposición institucional. Intentaré explicarme con un breve ejercicio de imaginación. Pregunto: ¿Esto hubiera sido posible unos treinta años atrás?
Tendríamos que retroceder a mediados de la década de los noventa, en los primeros años de la transición democrática. Entonces, para empezar, una persona con dificultades de lectura de textos simples, difícilmente hubiera llegado a diputado. Los partidos todavía tenían el pudor de incluir en sus listas a políticos mínimamente preparados para legislar. Y, si hubiera sido diputado, sus pares no lo nombrarían representante ante el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados (JEM). Todavía se suponía que ese cargo debería ser ejercido por abogados con experiencia y prestigio.
Pese a su notoria insuficiencia de conocimientos, Rivas no solo representó a los diputados, sino que, cuando se convirtió en senador, también fue representante de la Cámara Alta. Para más escarnio, llegó a ser electo presidente del JEM. Fue el 10 de julio de 2023, una fecha que será recordada como el día de mayor vergüenza del Poder Judicial paraguayo. Un sujeto que ni siquiera era abogado se erigía como juez supremo de todos los magistrados del país.
Convengamos que a los respetables integrantes del JEM de los años noventa jamás se les hubiera ocurrido ofrecerle la presidencia a alguien como Rivas. Pero, en nuestros tiempos de carnavalesco descontrol, no solo ocurrió eso, sino que le permitieron que jure como miembro del JEM en junio de 2021, antes de jurar ante la Corte Suprema de Justicia.
En realidad, hace treinta años, Hernán Rivas no hubiera sido capaz de disfrazarse de abogado. El Estado todavía tenía el control de la educación superior. Recién a comienzos del siglo actual, el Parlamento derritió las potestades rectoras del Consejo de Universidades, lo que permitiría que surgieran como hongos las facultades de garaje. Hubiera sido imposible que Rivas exhibiera un título de abogado de una Facultad ilusoria a la que concurrió, según dice, aunque no recuerde la ciudad exacta en la que estaba asentada.
Además, no pasaría el filtro del Ministerio de Educación y Culto donde, pese a las carencias presupuestarias, todavía reinaba una aceptable institucionalidad. A ninguno de los ministros de aquella época se le ocurriría darle un trámite velocísimo y cómplice a la habilitación del título a cambio de un oscuro pacto político.
En última instancia, el rosario de inconsistencias hubiera llamado la atención de la Corte Suprema de Justicia de treinta años atrás. En todo caso, no sucedería lo que ocurrió el 7 de julio de 2021, cuando en un insólito acto privado, del que no existen fotos ni filmaciones, Gladys Bareiro de Módica le tomó juramento. No quedan testigos del hecho, pues la ministra ya se murió. Solo queda un acta, escrita a mano, tal como se hacía en el siglo XIX. Este juramento solitario hizo honor a la carrera judicial de Rivas. Todo lo hizo solo, sin compañeros, sin profesores, sin casa de estudios, sin fotografías ni recuerdos.
Por último, me atrevo a pensar que, luego de tanto escándalo, hace tres décadas Rivas igual estaría frito, pues la bancada colorada de aquellos años no lo hubiera tolerado. Sus integrantes no eran blancas palomas, pero conservaban cierta delicadeza.
Espero haberme logrado explicar. Rivas es el fruto del deterioro moral de la política. Ante esto quedan dos opciones: La resignación o la oportunidad de recuperar la fortaleza del Estado de Derecho. La fiscala Patricia Sánchez ha tomado la iniciativa de imputarlo, pero se la ve muy sola enfrentando a una cofradía de corruptos. ¿Se enterará la Corte Suprema que ha sido dejada en ridículo por Rivas? ¿Seguirá mirando para otro lado?