03 sept. 2025

El país del mbejúcake

Rocío Abed habló menos de tres minutos en la última sesión de la Cámara de Diputados. Leyó su discurso, aunque eso no está permitido por el reglamento interno. Su intención era desmentir la mala onda emanada de los medios de comunicación y los “pseudodisidentes” cuando sostienen que el país está mal. Ese tiempo fue suficiente para que despertara más críticas que aquella vez que pronunció la célebre frase: “Yo muevo la colita cuando le veo a don Horacio porque me compró, conquistó mi corazón con cariño y con liderazgo”. Supongo que ya se dio cuenta de que no fue una buena idea ejemplificar la supuesta bonanza económica del país con la gran cantidad de personas que consumen latte de vainilla y cheesecake en shoppings y eventos. “Gente probando café de especialidad, comiendo postres, escuchando flamenco y comprando vinilos. ¿Eso es lo que se hace en un país quebrado?”, afirmó. Luego, agregó, con suficiencia, que “uno sale a la calle y se encuentra con otra cosa, con otra realidad. Dato mata relato”.

Los internautas –¡qué palabreja más inconsistente!– no tardaron en responderle de modo airado. La diputada había perdido una gran oportunidad de callarse. Puso nuevamente en evidencia que ella y su marido, Justo Zacarías Irún, director de Itaipú, perciben casi doscientos millones de guaraníes mensuales, pagados por los impuestos de nosotros, los “comunes”.

Además, tuvo que escuchar a parlamentarios opositores recordando que la mayoría de los paraguayos viven cada día con hospitales desabastecidos, escuelas en ruinas, inseguridad, desempleo y pésimo transporte público. En definitiva, dijeron que la diputada estaba metida en un termo. Su ejemplo fue una bofetada para miles de familias que tienen que conformarse con darle un cocido negro a sus hijos a la noche, como dijo una parlamentaria.

Es que ella hablaba desde el pedestal de una ínfima parte de la población que accede a los cafés caros y sofisticados y que, desde su propia comodidad, se regocija con los titulares de diarios que muestran un Paraguay exitoso, que crecerá más de un 4% por tercer año consecutivo, que tiene una inflación baja y el dólar estable. Pero es un enorme engaño creer que esa percepción optimista es generalizada. En los vastos sectores populares de la ciudad y el campo los salarios no alcanzan, la informalidad se extiende y la inseguridad se apodera de la vida cotidiana. Por eso hubo tantas respuestas furiosas a la desafortunada comparación de la diputada Abed.

El economista Víctor Benítez González logró instalar la idea de la heladera vacía. Hay una desconexión entre el crecimiento del PIB y un nivel de pobreza del 22% que ya no desciende con el vigor de una década atrás. Esos más de 7.300 dólares del PIB per cápita que se supone ganan los paraguayos anualmente no se traducen en mejor salud pública, educación, justicia, infraestructura y tiempo libre para vivir.

La prosperidad del llamado “eje corporativo” la avenida Santa Teresa de Asunción contrasta con la inutilidad del Estado donde más se lo necesita. Tenemos cifras que avergüenzan. La FAO afirma que la desnutrición afecta a 1.300.000 paraguayos y el Banco Mundial informa que el Paraguay es uno de los países con mayor índice de inflación de alimentos, solo superado por Argentina y Venezuela. Según la Unicef, casi un 15% de nuestros niños sufren desnutrición crónica. Un informe del año 2022 del Instituto Nacional de Alimentación y Nutrición (INAN) revela que más del 5% de los menores de cinco años están desnutridos. El deterioro de nuestra calidad educativa no necesita cifras estadísticas, pues nadie se atreve a desmentirla.

La desigualdad tiene el rostro de Jano, el dios romano con dos caras. Hay un Paraguay que se mira en el espejo de los shoppings lujosos, las planillas Excel de prósperas exportaciones y envidiables indicadores macroeconómicos y otro país –inmenso– que mira al almanaque con angustia, pues no llega a fin de mes. En el medio, es probable que estemos nosotros, amable lector/a, conformándonos con un mix de mbejú y cheesecake.

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