En 1991, Walter Bulacio –junto a otras 72 personas– fue reprimido con saña por la policía en los alrededores del estadio Obras Sanitarias, en Buenos Aires, a donde había ido a ver por primera vez a la banda de su vida: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. O simplemente Los Redondos, para los miles de argentinos y latinoamericanos que se identifican con su música templada y arrebatadora, con la poética del Indio Solari, penetrante y fúlgida como un relámpago en la noche. Bulacio fue luego torturado en una comisaría y falleció cinco días después.
Era el albor de la misa ricotera: una multitudinaria peregrinación cuasimística a los lugares en donde el grupo se presentaba en la Argentina. Era también el inicio del menemismo: ley de punto final a los crímenes de la dictadura militar, privatizaciones, dolarización, precarización laboral y una cultura infestada por la lógica televisiva. La generación inconforme del furor neoliberal encontraba en la popularidad militante del rock, y en el derrotero independiente y underground de Los Redondos, cierta complicidad para escenificar el malestar social.
El 11 de marzo pasado, el apellido Bulacio volvió a entrar en la vida del Indio Solari: 16 años después de la disolución de su banda –en el mismo año en que explotó la burbuja enajenadora de la era menemista– dio un concierto en Olavarría, provincia de Buenos Aires, donde asistieron casi 300.000 personas y murieron dos de ellas, según suposiciones, a consecuencia de aplastamientos, a falta de previsión y en medio de fallas de seguridad. Uno de los muertos se apellidaba Bulacio. No tiene nada que ver con el otro, pero también tiene todo que ver.
El fenómeno de masividad inaudita de Solari es, además de una genuina admiración por su carrera solista, un ejercicio beatle de la nostalgia por la banda que ya no existe. En una entrevista en la revista Rolling Stone de 2006, Andrés Calamaro radiografió críticamente el rock argentino pos- Redondos, y sentenció que las “huestes huérfanas” de estos estaban equivocando estadios, yendo a ver bandas incapaces de llenar el espacio vacío que dejó el gesto ricotero, sumisas en festivales auspiciados por las corporaciones.
Tal vez –es solo una suposición más– las mismas huestes huérfanas de Los Redondos equivoquen estadios incluso en los conciertos espaciadamente episódicos de Solari, quien ha dado muestras sobradas de que su misa es hoy –más allá o más acá de la música– un alto negocio.
Ninguna misa y ningún negocio, claro está, valen uno o decenas de muertos. Lo que en 1991 fue considerado un crimen estatal, en 2017 parece ser un típico crimen del dinero.